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Ravasi


FE, CULTURA Y SOCIEDAD

Con motivo de la visita del Cardenal Ravasi in Argentina para el Atrio de los Gentiles y de la investidura como Doctor Honoris Causa.

Una premisa

El horizonte temático sugerido por el argumento que hemos escogido, basado en el trinomio “fe, cultura, sociedad” es evidentemente inmenso y admite infinitos recorridos de análisis y múltiples resultados de balance y de síntesis. Es indudable, por ello, que ésta pueda ser solamente una reflexión emblemática dentro de la cual se abran espacios blancos, susceptibles de ulteriores y amplias consideraciones. Procederemos, por tanto, de manera casi didascálica con una premisa y un corpus sucesivo de cuatro ideales “puntos cardinales”, inscritos en un mapa que admite, evidentemente, otras definiciones orientativas.

          Iniciamos con la premisa general. El escritor católico inglés Gilbert K. Chesterton afirmaba: «Toda la iconografía cristiana representa los santos con los ojos abiertos sobre el mundo, mientras que la iconografía budista representa todo ser con los ojos cerrados». Se trata, por tanto, de dos diferentes tipologías que tocan nuestro tema. Por una parte, está una concepción más exquisitamente trascendental, absoluta, que busca, cerrando los ojos, ir más allá del mundo, la historia, el tiempo y el espacio, con su fragilidad, su finitud, sus límites, su pesantez.

          Por otro lado, en cambio, está la visión cristiana profundamente imbricada dentro  de la sociedad y de la cultura, hasta tal punto que constituye una presencia imprescindible, a veces incluso explosiva. En efecto, como es sabido, la tesis central del cristianismo está en la encarnación: «El Verbo se hizo carne» (Juan 1,14). Se trata de una contraposición radical respecto a la concepción griega que no admitía que el lógos se confundiera, se difuminase introduciéndose en la sarx, la carne, o sea la historia. En el cristianismo se da, en cambio, una intersección entre fe e historia y, por eso, un contacto entre religión y política.

Tratar, por ello mismo, semejante tema entra en los fundamentos mismos de la experiencia judeocristiana y, por ende, de la Biblia, que por otra parte es también el “gran Código” de nuestra cultura occidental. Es notable que Goethe consideraba el cristianismo la “lengua madre” de Europa, pues representaba una suerte de “imprinting” que todos nosotros llevamos dentro. Quizá para algunos podrá ser un peso; para otros, por el contrario, será una herencia preciosa. Pues bien, para desarrollar el tema siquiera sea, de manera simplificada, nos confiamos – como decíamos – a cuatro componentes o principios emblemáticos fundamentales, dejando entre paréntesis otros igualmente relevantes.

El principio personalista

La primera concepción radical que proponemos podría ser definida como el “principio personalista”. El concepto de persona, a cuyo nacimiento han contribuido también otras corrientes de pensamiento, adquiere efectivamente en el mundo judeocristiano una particular configuración a través de un rostro que tiene un doble perfil y que ahora representaremos haciendo referencia a dos textos bíblicos esenciales que son casi el incipit absoluto de la antropología cristiana y de la antropología occidental.

El primer texto proviene de Génesis 1,27, por tanto de las primeras líneas de la Biblia: «Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó: hombre y mujer los creó». A menudo esta frase ha sido colocada dentro de la tradición – baste pensar en san Agustín – como declaración implícita de la existencia del alma: la imagen de Dios en nosotros es la espiritualidad. Todo ello, sin embargo, está ausente en el texto, porque después de todo, la antropología bíblica no tiene especial simpatía por la concepción alma/cuerpo separados, puestos en tensión según el modo platónico, o incluso unidos a la manera aristotélica.

¿Cuál es, entonces, la característica fundamental que define al hombre en su dignidad más alta, “imagen de Dios”? La estructura típica de esta frase, construida según las normas de la estilística semita, revela un paralelismo progresivo: «Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer [este es el paralelo de “imagen”] los creó». ¿Pero acaso Dios es sexuado? En la concepción bíblica la diosa paredra se excluye siempre, en polémica con la cultura indígena cananea. Entonces, ¿cómo es que el ser hombre y mujer es la representación más alta de nuestra dignidad trascendente?

Aparece aquí la primera dimensión antropológica: ésta es “horizontal”, es decir, la grandeza de la naturaleza humana está situada en la relación entre hombre y mujer. Se trata de una relación fecunda que nos asemeja al Creador porque, generando, la humanidad en cierto sentido continúa la creación. He aquí, entonces, un primer elemento fundamental: la relación, el ser y estar en sociedad, es estructural para la persona. El hombre no es una mónada cerrada en sí misma, sino que es por excelencia un “yo ad extra”, una realidad abierta. Sólo así alcanza su plena dignidad, deviniendo la “imagen de Dios”. Esta relación está constituida por dos rostros diversos y complementarios del hombre y de la mujer que se encuentran (relevante al respecto la reflexión de Lévinas).

Sin salir del ámbito de este primer fundamental principio personalista, pasemos a otra dimensión, no ya horizontal, sino “vertical”, que ilustramos recurriendo también a otra frase del Génesis: «El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo». Esto es típico de todas las cosmologías orientales y es una forma simbólica para definir la materialidad del hombre. Pero se añade: «e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente» (2,7).

Para intuir el verdadero significado del texto es necesario acudir al original hebreo: nishmat hayyîm, expresión que encontramos 26 veces en el Antiguo Testamento y, curiosamente, es aplicada sólo a Dios y al hombre, nunca a los animales (rûah, el espíritu, el alma, el respiro vital para la Biblia está presente también en los animales). Esta específica categoría antropológica es explicada por un pasaje del libro bíblico de los Proverbios, cuya formulación original resulta bastante barroca y semítica: la nishmat hayyîm en el hombre es «una lámpara del Señor, que ilumina las recámaras oscuras del vientre» (20,27). La versión litúrgica oficial de la Conferencia Episcopal Española reza: “Lámpara del Señor el espíritu humano: sondea lo más íntimo de las entrañas”.

Como es fácil imaginar, mediante tal simbolismo, se llega a representar la capacidad del hombre de conocerse, de tener una conciencia e, incluso, de entrar en el inconsciente, exactamente en las «recámaras oscuras del vientre». Se trata de la representación de la interioridad última, profunda, que la Biblia en otros lugares describe simbólicamente con los “riñones”. ¿Qué es, entonces, lo que Dios insufla en nosotros? Una cualidad que solamente Él tiene y que nosotros compartimos con Él y que podemos definir como “autoconciencia”, o también “conciencia ética”. Inmediatamente después, en efecto, en la misma página bíblica, el hombre es presentado solitario bajo “el árbol del conocimiento del bien y del mal”, un árbol evidentemente metafórico, metafísico, ético, en cuanto representación de la moral.

          Hemos identificado, así, otra dimensión: el hombre posee una capacidad trascendente que lo lleva a estar unido “verticalmente” con Dios mismo. Es la capacidad de penetrar en sí mismo, de tener una interioridad, una intimidad, una espiritualidad. Esta doble representación ético-religiosa sumamente simplificada de la persona, aquí  descrita, podría ser delineada con una imagen muy sugestiva de Wittgenstein que, en el prefacio al Tractatus lógico-philosophicus, ilustra el objetivo de su trabajo.

          Él afirma que su intención era investigar los límites de una isla, o sea, el hombre circunscrito y limitado. Pero lo que descubrió al final fueron las fronteras del océano. La parábola es clara: si se camina sobre una isla y se mira sólo desde un lado hacia la tierra, se logra circunscribirla, medirla y definirla. Pero si la mirada es más vasta y completa y se voltea además del otro lado, se descubre que sobre aquella línea de frontera golpean también las olas del océano. En esencia, como afirman las religiones, en la humanidad hay una interacción entre finitud limitada y algo trascendente, comoquiera que se lo quiera definir.

El principio de autonomía

          El segundo principio del mapa ideal socio-antropológico que estamos delineando es paralelo al precedente y es, como aquél, doble. Podría ser llamado “de autonomía” y, para ilustrarlo, recurriremos a un texto que es fundamental no sólo en la religiosidad, sino también en la misma memoria de la cultura occidental, si bien no siempre ha sido correctamente interpretado. Se trata de una celebérrima cita evangélica: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mateo 22,21). Una fórmula lapidaria, el único verdadero pronunciamiento político-social de Cristo, mientras que todos los otros son más indirectos o menos explícitos. Para comprender correctamente esta afirmación, se necesita entrar en la mentalidad semítica que recurre muy frecuentemente a las así llamadas “parábolas en acción”, a través de las cuales el mensaje se formula con un gesto, con una serie de comportamientos simbólicos y no sólo con las palabras.

          Cristo, en efecto, al inicio dice a sus interlocutores: «Mostradme una moneda», a lo que sigue una pregunta fundamental: «¿De quién es la imagen y la inscripción?». Y la respuesta es: «Del César». Por consiguiente: «Dad al César lo que es del César». La primera parte de la frase de Cristo reconoce, por tanto, una autonomía a la política. Una verdadera concepción cristiana debería excluir siempre cualquier tipo de teocracia sagrada. No pertenece al auténtico espíritu cristiano la unión entre trono y altar, aunque en la historia, lamentablemente, el cristianismo la haya favorecido en muchas ocasiones.

          La concepción jurídica islámica en la forma más conocida de la shariyyah es extraña al espíritu cristiano: el código de derecho canónico no puede ser automáticamente el código de derecho civil o penal, así como la carta constitucional de un estado nacional no puede ser el Evangelio. Se trata de realidades que deben distinguirse siempre. La política, la economía, la sociedad civil tienen su espacio de autonomía, en cuyo interior se desarrollan normas, decisiones, acciones dotadas de su propia inmanencia, sobre las que no deben interferir otros ámbitos externos.

          Pero las palabras de Cristo no terminan ahí: hay una segunda parte implícita, que también se basa en el tema de la “imagen”. Jesús, ciertamente, preguntando de quién sea la “imagen” a propósito de la moneda, indirectamente hace referencia al texto bíblico antes citado respecto al hombre como “imagen” de Dios. He aquí, entonces, una segunda dimensión: la creatura humana debe, sí, respetar las normas propias de la polis, de la sociedad, pero, al mismo tiempo, no debe olvidar que está dotada de una dimensión ulterior. Este es el ámbito específico de la religión y de la moral, en el que emergen las cuestiones de la libertad, de la dignidad humana, de la realización de la persona, de la vida, de la interioridad, de los valores, del amor.

          Todos estos temas tienen su precisa autonomía y no admiten prevaricaciones o abusos por parte del poder político-económico. En efecto, si es verdad que no debe existir una teocracia, es igualmente inadmisible una estadolatría que invada secularísticamente el otro ámbito, vaciándolo o incluso anulándolo. Es fácil comprender cuán compleja, incluso ardua es la declinación concreta de tal autonomía, como lo es el contrapunto entre estas dos esferas porque único es el sujeto al que ambas se dedican, es decir, la persona humana, individual y comunitaria.

El principio de solidaridad, justicia y amor

Llegamos, así, al tercer principio que es fundamental para el cristianismo y para todas las otras religiones, aunque con diversos acentos. Regresemos al retrato del rostro humano que, como dijimos, tiene la dimensión del hombre y la mujer, o sea, tiene en su  base la relación interpersonal. En el capítulo 2 del Génesis la verdadera hominización no se da sólo con la citada nishmat hayyîm, que hace a la creatura trascendente; ni tampoco sólo con el homo technicus que «da el nombre a los animales», o sea, se dedica a la ciencia y al trabajo.

El hombre es verdaderamente completo en sí cuando encuentra – como dice la Biblia – «una ayuda adecuada», en hebreo kenegdô, literalmente “que le esté de frente” (2,18.20). El hombre, por lo tanto, tiende hacia lo alto, lo infinito, lo eterno, lo divino según la concepción religiosa y puede tender también hacia lo bajo, hacia los animales y la materia. Pero deviene verdaderamente sí mismo sólo cuando se encuentra con “los ojos en los ojos” del otro. Ahí aparece de nuevo el tema del rostro. Cuando encuentra a la mujer, es decir, a su similar, puede decir: «Esta es verdaderamente carne de mi carne, hueso de mis huesos» (2, 23), es mi misma realidad.

Aquí tenemos el tercer punto cardinal que formulamos con un término moderno,  cuya esencia está en la tradición judeocristiana, es decir, “el principio de solidaridad”. El hecho de que todos somos “humanos” se expresa en la Biblia con el vocablo “Adán”, que en hebreo es ha-’adam con el artículo (ha-) y significa simplemente “el hombre”. Por eso, existe en todos nosotros una “adamicidad” común. El tema de la solidaridad es, entonces, estructural a nuestra realidad antropológica básica. La religión expresa esta unidad antropológica con dos términos que son dos categorías morales: justicia y amor. La fe asume la solidaridad, que está también en la base de la filantropía laica, pero va más allá. En efecto, siguiendo el Evangelio de Juan, en la última noche de su vida terrena Jesús pronuncia una frase estupenda: «No hay amor más grande de aquél que da la vida por la persona que ama» (Juan 15, 13).

Es mucho más de cuanto se declaraba en el libro bíblico del Levítico, que incluso Cristo había citado y acogido: «Ama tu prójimo como a ti mismo» (19, 18). En las palabras de Jesús arriba citadas retorna aquella “adamicidad”, pero con una tensión extrema que explica, por ejemplo, la potencia del amor de una madre o de un padre, dispuestos a dar la propia vida para salvar al hijo. En tal caso, se va también contra la misma ley natural del amarse a sí mismo, del “egoísmo”, aun legítimo, enseñado por el libro del Levítico y de la ética de muchas culturas, se va más allá de la pura y simple solidaridad. Evitando largos análisis, aunque necesarios, ilustramos ahora simbólicamente en clave religiosa las dos virtudes morales de la justicia y del amor con dos ejemplos recogidos de culturas religiosas diversas.

El primer ejemplo es un texto sorprendente respecto a la justicia: «La tierra – [es el tema del destino universal de los bienes, y por tanto de la justicia] – fue creada como un bien común para todos, para los ricos y los pobres. ¿Por qué, entonces, los ricos se arrogan un derecho exclusivo sobre el suelo? Cuando ayudas al pobre, tú, rico, no le das lo tuyo, sino que le das lo suyo. En efecto, la propiedad común que fue dada en uso para todos, tú solo la usas. La tierra es de todos, no sólo de los ricos, por tanto, cuando ayudas al pobre tú restituyes lo debido, no concedes un don tuyo». Verdaderamente sugestiva esta declaración que procede del siglo IV y fue formulada por Ambrosio de Milán en su escrito De Nabuthe.

Este fuerte sentido de la justicia debería ser una amonestación y una espina que la fe clava en el costado de la sociedad, el anuncio de una justicia que se actúa en el destino universal de los bienes. Éste no excluye un sano y equitativo concepto de propiedad privada que, sin embargo, sigue siendo siempre un medio – frecuentemente contingente e insuficiente – para llevar a cabo el principio fundamental del don universal de los bienes a la entera humanidad por parte del Creador. En esta línea, queriendo recurrir una vez más a la Biblia, es espontáneo escuchar la voz autorizada y severa de los Profetas (léase, por ejemplo, el potente librito de Amós con sus puntuales y documentadas denuncias contra las injusticias de su tiempo).

El segundo testimonio que queremos evocar tiene que ver con el amor y, con  el espíritu de un diálogo interreligioso, la sacamos del mundo tibetano, mostrando así que las culturas religiosas, aun diversas, tienen en el fondo puntos de encuentro y de contacto. Se trata de una parábola donde se imagina una persona que, caminando en el desierto, avista en la lejanía algo confuso. Por ello, comienza a tener miedo, dado que en la soledad absoluta de la estepa una realidad oscura y misteriosa – quizá un animal, una fiera peligrosa – no puede dejar de inquietar. Avanzando, el viandante descubre que no se trata de una bestia, sino más bien de un hombre. Pero el miedo no pasa, al contrario, aumenta al pensar que esa persona pueda ser un saqueador. No obstante, debe seguir hasta cuando se halla en presencia del otro. Entonces el viandante alza los ojos y, sorprendentemente, exclama: «¡Es mi hermano que no veía en muchos años!».

La lejanía genera temores y angustias; el hombre debe acercarse al otro para vencer ese miedo, por más comprensible que sea. El rechazo de conocer al otro y de encontrarlo equivale a renunciar a aquel amor solidario que disuelve el terror y genera la verdadera sociedad. Aquí florece el amor que es el más alto llamado del cristianismo para la edificación de una polis diversa (resulta obvio remitir aquí al célebre himno paulino del agápe-amor presente en el capítulo 13 de la Primera Carta a los Corintios).

El principio cultura y de verdad

El vocablo “cultura” se ha convertido en nuestros días en una suerte de palabra-clave que abre las cerraduras más diversas. Cuando el término fue acuñado, en el siglo XVIII alemán (Cultur, se convirtió después en Kultur), el concepto subyacente era claro y circunscrito: abrazaba el horizonte intelectual alto, la aristocracia del pensamiento, del arte, del humanismo. Desde hace varias décadas, en cambio, esta categoría se ha “democratizado”, alargó sus confines, asumió caracteres antropológicos más generales, siguiendo el surco de la conocida definición creada en 1982 por la Unesco, hasta tal punto que se adopta ya el adjetivo “transversal” para indicar la multiplicidad de ámbitos y experiencias humanas que ella “atraviesa”.

Bajo esta luz se comprende la reserva del sociólogo alemán Niklas Luhmann, convencido de que el término “cultura” sea «el peor concepto jamás formulado». A él le hará eco su colega americano Clifford Geertz, cuando afirmará que el término «ha quedado destituido de toda capacidad heurística». Y sin embargo, esta generalidad o, si se quiere, “generalismo” nos transporta a la concepción clásica, cuando estaban en vigor otros sinónimos muy significativos: pensemos en el griego paideia, en el latín humanitas o en nuestro “civilización” (preferido, por ejemplo por Pío XII).

Fue con esta perspectiva más abierta como el término “cultura” fue acogido con convicción por el Concilio Vaticano II que, siguiendo la estela del magisterio de Pablo VI, lo hace resonar hasta 91 veces en sus documentos. Partiendo precisamente del Concilio con la Gaudium et Spes, el tema ha sido desarrollado sucesivamente en varios documentos del Magisterio, entre encíclicas y exhortaciones apostólicas, para llegar a otras importantes páginas eclesiales de diverso género, capaces al final de componer un auténtico arcoíris temático en el que se reflejan las diversas iridiscencias de una noción relevante, más aún, decisiva para la misma teología y para la pastoral. Como se expresaba Juan Pablo II en su discurso a la asamblea general de las Naciones Unidas (1995), «toda cultura es un esfuerzo de reflexión sobre el misterio del mundo y en particular del hombre; es un modo de expresar la dimensión trascendente de la vida humana. El corazón de cada cultura está constituido por su acercamiento al más grande de los misterios, el misterio de Dios».

Al concepto de “cultura”, que ha provocado infinitas reflexiones y precisiones, se debe asociar el de “aculturación” o “inculturación”, que un sabio del American Anthropologist de 1935 así delineaba: «Se trata de todos aquellos fenómenos que tienen lugar cuando entre grupos de individuos con culturas diversas transcurren por largo tiempo contactos primarios, provocando una transformación en los modelos culturales de un grupo o de ambos grupos». Tendencialmente el término se orientó hacia una acepción negativa: la cultura hegemónica no se inclina a una ósmosis, sino que busca imponer su marca a la más débil, creando un shock degenerativo y una verdadera y propia forma de colonialismo.

Si queremos ser menos abstractos, pensemos en la ideología eurocéntrica que ha impuesto no sólo su “herencia epistemológica”, sino además su modelo práctico y económico al “sistema mundo”, revelándose a menudo en África y en Asia como la máscara del colonialismo. En este proceso también el cristianismo fue arrastrado a convertirse en uno de los componentes aculturantes. Se comprende, así, el fenómeno de reacción constituido por movimientos “revival” o por formas de etnocentrismo, nacionalismo, indigenismo, fenómeno tan vigoroso que ha llevado a no pocos observadores a variar la terminología de “globalización” en “glocalización”.

Con estos antecedentes se explica por qué la Iglesia contemporánea haya preferido evitar el término “aculturación”, sustituyéndolo con “inculturación” para describir la obra de evangelización. Juan Pablo II en la Slavorum Apostoli de 1985, definía la “inculturación” como «encarnación del evangelio en las culturas autóctonas y , a la vez , la introducción de éstas en la vida de la Iglesia». Un doble movimiento dialógico de intercambio, por tanto, para el que – como el mismo Papa dijo a los obispos de Kenia en 1980 – «una cultura, transformada y regenerada por el Evangelio, produce por su propia tradición expresiones originales de vida, de celebración, de pensamiento cristiano». El vocablo “inculturación” se ha distinguido, entonces, sobre todo a nivel teológico como signo de compenetración entre cristianismo y culturas en un diálogo fecundo, gloriosamente certificado por el encuentro entre la teología cristiana de los primeros siglos y la poderosa herencia clásica greco-romana.

A este punto es natural entrar – siquiera sea de manera muy esencial – en la cuestión del nexo más específico y de las interacciones entre las diversas culturas que entran en contacto unas con otras. Fue precisamente aquel siglo XVIII alemán, en el que –como se dijo antes– se había acuñado el término Cultur/Kultur, cuando se inició también a hablar de “culturas” en plural, poniendo así las bases para reconocer y comprender ese fenómeno que ahora se define como “multiculturalidad”.

Quien abrió esta vía, que superaba el perímetro eurocéntrico e intelectualista y  remitía hacia nuevos y más vastos horizontes, fue Johann Gottfried Herder con sus Ideas para una filosofía de la Historia de la Humanidad (1784-91), el cual, entre otras cosas, se había ya dedicado en 1782 al Espíritu de la poesía hebrea. La idea, sin embargo, aparecía aún en el pensamiento de Giambattista Vico, Montesquieu y Voltaire que reconocían en las evoluciones e involuciones históricas, en los mismos condicionamientos ambientales, en el incipiente encuentro entre los pueblos, seguido de varios descubrimientos, en las primeras ósmosis ideales, sociales y económicas, el surgir de un pluralismo cultural.

Ciertamente, este acercamiento se insertaba dentro de una dialéctica antigua, que – con alguna simplificación – veía entrecruzarse etnocentrismo e interculturalidad. Ha sido constante, en efecto, la oscilación entre estos dos extremos y de ello aún hoy somos   testigos. El etnocentrismo se exaspera en ámbitos políticos o religiosos de matriz integrista, aferrados ferozmente a la convicción del primado absoluto de la propia civilización (cultura), en una escala de gradaciones que alcanzan hasta el desprecio de otras culturas clasificadas como “primitivas” o “bárbaras”. Lapidaria era la afirmación de Tito Livio en sus Historias: «Guerra existe y siempre existirá entre los bárbaros y todos los griegos» (31,29). Esta actitud es replanteada en nuestros días bajo la fórmula del “choque de civilizaciones”, codificada en el ya famoso ensayo de 1996 del politólogo Samuel Huntington, desaparecido en el 2008, El choque de las civilizaciones y la reestructuración del orden mundial.

En este texto estaban catalogadas ocho culturas (occidental, confuciana, japonesa, islámica, hindú, eslavo-ortodoxa, latinoamericana y africana), enfatizando las diferencias, hasta el punto de hacer saltar en el Occidente una señal de alarma para la autodefensa del propio tesoro de valores, asediado por modelos alternativos y por los «desafíos de las sociedades no-occidentales». En esta visión adquiría especial relieve la intuición de que, bajo la superficie de fenómenos políticos, económicos, militares, existe un núcleo duro y profundo de matriz cultural y religiosa.

Lo cierto es, sin embargo, que, si se adopta el paradigma del “choque de las civilizaciones”, entramos en la espiral de una guerra infinita, como ya había intuido Tito Livio. En nuestros días tal modelo ha hecho fortuna en algunos ambientes, sobre todo cuando se afronta la relación entre Occidente e Islam, y puede ser adaptado como manifiesto teórico para justificar operaciones político-militares de “prevención”, mientras en el pasado avalaba intervenciones de colonización o colonialismo (en esto, ya los romanos eran maestros).

La perspectiva más correcta humana y teológicamente es, en cambio, la de la interculturalidad, cuyo aporte es muy diferent al de  la “multiculturalidad”. Este se basa en el reconocimiento de la diversidad como una aparición necesaria y preciosa de la raíz común “adámica”, sin perder la propia especificidad. Se propone, entonces, la atención, el estudio, el diálogo con la civilizaciones antes ignorantes o remotas, y que ahora se asoman con fuerza al plano cultural hasta ahora ocupado por el Occidente (piénsese, además en el Islam, India y China), un asomarse que es favorecido no sólo por la actual globalización, sino también por los medios de comunicación capaces de traspasar toda frontera (la red informática es su símbolo capital).

Estas culturas, “nuevas” para el Occidente, exigen una interlocución, a menudo impuesta por su presencia imperiosa, tanto es así que ya se tiende a hablar de “glocalización” como nuevo fenómeno de interacción planetaria. Se debe, por lo tanto, hablar de un compromiso complejo de diálogo, de intercambio cultural y espiritual, que podremos representar de manera emblemática – en términos teológicos cristianos – propiamente a través de la misma característica fundamental de la Sagrada Escritura.

La Palabra de Dios no es, en efecto, un aerolito sagrado caído del cielo, sino más bien – como ya se dijo – la intersección entre Lógos divino y sarx histórica. Estamos, así, en presencia de un encuentro dinámico entre la Revelación y las varias civilizaciones, de la nómada a la fenicio-cananea, de la mesopotámica a la egipcia, de la hitita a la persa y a la greco-helenista, al menos por cuanto respecta al Antiguo Testamento, mientras que la Revelación neotestamentaria se ha encontrado con el judaísmo palestino y el de la diáspora, con la cultura greco-romana e incluso con las formas cultuales paganas.

Juan Pablo II afirmaba en 1979 ante la Pontificia Comisión Bíblica que, aún antes de hacerse carne en Jesucristo, «la misma Palabra divina se había hecho lenguaje humano, asumiendo los modos de expresarse de las diversas culturas que desde Abraham al Vidente del Apocalipsis ofrecieron al misterio adorable del amor salvífico de Dios la posibilidad de hacerse accesible y comprensible a las varias generaciones, no obstante la múltiple diversidad de sus situaciones históricas».

La misma experiencia de ósmosis fecunda entre el cristianismo y las culturas – que dieron origen a la “inculturación” del mensaje cristiano en civilizaciones lejanas (piénsese sólo en la obra de Matteo Ricci en el mundo chino) – ha sido constante también en la Tradición a partir de los Padres de la Iglesia. Baste citar un pasaje de la Primera Apología de san Justino (s. II): «Del Lógos divino fue partícipe todo el género humano y aquellos que vivieron según el Lógos son cristianos, incluso si fueron juzgados ateos, como entre los griegos Sócrates y Heráclito y otros como ellos» (46, 2-3).

Llegamos, así – después de este largo itinerario preliminar a través de las varias dimensiones del concepto “cultura” – al cuarto principio, que denominaremos con un término que se ha convertido, si no propiamente en obsoleto, ciertamente en fuente de equívocos y de contrastes, el de la “verdad”. La cultura, en efecto, se funda sustancialmente en el conocimiento, que comprende precisamente el importante perfil de la verdad, categoría base del conocer. Si partimos de la concepción contemporánea, ya anticipada en los siglos precedentes, se descubre un hilo constante que ahora trataremos de simplificar y ejemplificar.

Si seguimos el recorrido cultural de estos últimos siglos, por supuesto que podemos decir que el concepto de verdad se ha ido convertido cada vez más en subjetivo hasta llegar al “situacionismo” del siglo pasado. Piénsese, por ejemplo, en la famosa frase, bastante significativa y frecuentemente citada, tomada del Leviathan de Hobbes: Auctoritas, non veritas facit legem. En último análisis, es este el principio del contractualismo, según el cual la autoridad, ya sea civil o religiosa, puede decidir la norma y, por tanto, indirectamente la verdad, en base a las conveniencias de la sociedad y a las ventajas del poder.

Esta concepción fluida de la verdad aparece hoy día como un dato adquirido, baste pensar en la antropología cultural. El filósofo francés Michel Foucault, estudiando las diferentes culturas, invitaba calurosamente a acentuar esta dimensión subjetiva y mutable de la verdad, semejante a una medusa cambiante, que muda su aspecto continuamente según los contextos y las circunstancias. Este subjetivismo es sustancialmente lo que Benedicto XVI llama “relativismo”; es curioso notar cómo la pensadora americana, Sandra Harding, imitaba la célebre frase del Evangelio de Juan (8,32): «La verdad os hará libres», afirmando lo contrario en uno de sus notables ensayos: «La verdad no os hará libres», porque esta se concibe como una capa de plomo, como una pre-comprensión, como una esterilización de la dinamicidad y de la incandescencia del pensamiento.

Todas las religiones, y en particular el cristianismo, tienen, en cambio, una concepción trascendente de la verdad: la verdad nos precede y nos excede; tiene un primado de iluminación, no de dominio. Aun cuando el pensamiento de Adorno iba en otra dirección, es sugestiva su expresión, sacada de los Minima moralia. El filósofo alemán habla de la verdad comparándola a la felicidad y declara: «La verdad no se tiene, se es», es decir, se está inmersos en ella. Musil, en su famosa novela El hombre sin cualidad, hace al protagonista decir una frase interesante: «La verdad no es como una piedra preciosa que se mete en la bolsa, la verdad es como un mar en el que se sumerge y se navega».

Se trata, fundamentalmente, de la clásica concepción platónica expresada en el Fedro mediante la imagen de la “llanura de la verdad”: el carro del alma corre sobre esta llanura para conocerla y conquistarla, mientras en la Apología de Sócrates, más allá de las objeciones que algún especialista podrá hacer por cuanto concierne a la traducción del pasaje en cuestión, se lee: «Una vida sin búsqueda no merece ser vivida», y es este precisamente el itinerario que hay que realizar en el horizonte “dado” de la verdad. Desde este punto de vista las religiones son categóricas: la verdad tiene un primado que nos supera, la verdad es trascendente, tarea del hombre es ser peregrino dentro del absoluto de la verdad. Y esto tan decisivo que el cristianismo aplica a Cristo la identificación con la verdad por excelencia (Juan 14,6: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»).

Conclusión

La tetralogía de principios que subrayamos de manera discursiva no agota, ciertamente, la complejidad de las relaciones ni las tensiones mismas que transcurren entre fe, cultura y sociedad. Otros principios se podrían añadir, igualmente relevantes y delicados. Pensemos, por ejemplo, en otra tetralogía que se podría desarrollar y que condiciona fuertemente el debate contemporáneo sobre este tema: la categoría “naturaleza”, el concepto de “bien común”, la cuestión de la relación ética-derecho, la perspectiva proyectual de la “utopía”.

La nuestra ha sido sólo una introducción, un poco obvia, en torno a cuatro ejes antropológicos. En el centro, en efecto, está siempre la persona humana en su dignidad, en su libertad y autonomía, pero también en su relación con lo externo, y por ende, hacia la trascendencia. Tener juntas las diversas dimensiones de la creatura humana en el ámbito de la vida social y política es frecuentemente difícil y la historia hospeda una constante certificación de la crisis y de las laceraciones.

Y sin embargo, la necesidad de tener juntas “simbólicamente” (syn-bállein) estas diferencias es indiscutible si se quiere edificar una pólis auténtica, no fraccionada “diabólicamente” (dià-bállein) in fragmentos fundamentalmente opuestos el uno al otro. Es lo que delineamos sintéticamente, en conclusión, recurriendo a otro testimonio de índole ético-religiosa sacado aún de una cultura diversa de la nuestra occidental. Nos referimos a un septenario propuesto por Gandhi que define de modo fulminante esta “simbolicidad” de valores necesaria para impedir la destrucción de la convivencia social.

«El hombre se destruye con la política sin principios; el hombre se destruye con la riqueza sin fatiga y sin trabajo; el hombre se destruye con la inteligencia sin sabiduría; el hombre se destruye con los negocios sin moral; el hombre se destruye con la ciencia sin humanidad; el hombre se destruye con la religión sin fe – el fundamentalismo enseña–; el hombre se destruye con un amor sin el sacrificio y la donación de sí».