Y VIO DIOS QUE ERA BELLO

Jornadas de Teología, Sevilla

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ravsev El encuentro

Discurso de apertura, Jornadas de Teología del Centro de Estudios Teológicos de Sevilla, 3 de marzo 2016

 

«Y VIO DIOS QUE ERA BELLO»

Fe, belleza, arte

Card. Gianfranco Ravasi

Un triple recorrido temático

Este nuestro itinerario esencial y simbólico dentro del horizonte de la belleza – leída sobre todo a través de la lente hermenéutica bíblica – está puesto idealmente bajo el emblema de un personaje teológico fundamental en este ámbito, es decir, Hans Urs von Balthasar. Su obra se presenta tan importante y compleja que puede comparársela con un mosaico polícromo de múltiples figuras y de miles de teselas, o también a un laberinto cuyos meandros remiten a los campos de la teología, de la filosofía, de la mística, de la literatura y de las artes. Fue él mismo quien sugirió este símbolo en una de las “guías” ofrecidas a sus lectores titulándola El hilo de Ariadna a través de mi obra.

          Para nuestro tema consideramos obviamente como fundamental Herrlichkeit,  “Gloria” (1961-69), que en siete tomos desarrolla una “estética teológica”. Nótese claramente: no una “teología estética” a la Herder o Chateaubriand, dedicada a elaborar un cristianismo estético o estetizante, capaz de generar obras de arte. La de von Balthasar es, en cambio, una “estética teológica” por lo que es la Revelación misma, más bien, su sujeto fundante, Dios, el que es e irradia la belleza, perceptible y envolvente. Como él mismo declaraba en la apertura a su monumental proyecto, «esta obra constituye el tentativo de desarrollar la teología cristiana a la luz del tercer trascendental, el intento de completar, pues, la consideración del verum y del bonum mediante el del pulchrum».

          Von Balthasar desarrollará los otros dos trascendentales, a saber, la verdad y la ética, en las otras partes de su trilogía, la Teológica (el verum) y la TeoDramática (el bonum). La “forma” bella suprema, que percibimos (Wahrnehmung, “percepción de la verdad”) y contemplamos (Schau, “visión”), está presente en la figura histórica de Cristo, Verbo de Dios hecho hombre y por tanto revelación perfecta y experimentable de la gloria y de la belleza trascendente divina. Es clara, en efecto, la centralidad de la persona de Jesucristo en el sistema teológico de von Balthasar, como él mismo confesaba: «Quiero demostrar la realidad de Cristo como la realidad máxima, id quo maius cogitari nequit, palabra humana de Dios para el mundo, humilde servicio de Dios que supera toda espera humana, extremo amor de Dios en la gloria de su morir para que todos vivan por él» (así en el Resumen 1965).

Hecha esta premisa que pone nuestra reflexión a la sombra de la grandiosa arquitectura teológica de von Balthasar, delineamos el recorrido que queremos adoptar. Este se articula en tres etapas o movimientos que pueden ser comparados también – para seguir en la simbología artística – con un tríptico. En la primera tabla propondremos una presentación teológica de la via pulchritudinis, una de las grandes analogías para hablar de Dios, analogía basada en las mismas Sagradas Escrituras. En el segundo movimiento de nuestro camino definiremos la particular concepción que de la belleza tiene la Biblia. Finalmente, en la tercera etapa mostraremos – a través de una simplificación esencial – la incidencia que ha tenido la misma Biblia en la manifestación concreta de esta belleza en la historia del arte occidental, de la cual ha sido el códice fundamental de referencia.

I.                  La via pulchritudinis

El 7 de mayo de 1964, en el marco emocionante de la Capilla Sixtina, Pablo VI se encontraba con los artistas reconociendo una natural parentela entre fe y arte porque –como él decía en aquella ocasión – desafío último del artista es «comprender desde el cielo del espíritu sus tesoros y revestirlos de palabra, de colores, de formas, de accesibilidad». Nacía, así, en los Museos Vaticanos una Galería de Arte Moderno y Contemporáneo y, un año después, el 8 de diciembre de 1965, los Padres del Concilio Vaticano II confiaban a todos los artistas este mensaje: «Este mundo en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, es quien pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste la usura del tiempo, que une las generaciones y las hace comunicarse en la admiración. Y todo ello por vuestras manos».

Un mensaje reforzado años después cuando, en la Pascua de 1999, san Juan Pablo II dirigía su Carta a los artistas, en la conciencia de que fuese necesario restablecer «una alianza fecunda» entre Evangelio y arte. Finalmente, el encuentro de Benedicto XVI, el 21 de noviembre de 2009, en la Capilla Sixtina, con los exponentes del variado horizonte del arte – que va de pintores a escultores, arquitectos, literarios, músicos, extendiéndose al teatro, al cine, el diseño a la video-arte y demás – quiso renovar y consolidar este vínculo profundo.

Esta alianza había durado mucho tiempo, tanto que «los pintores a lo largo de los siglos habían mojado su pincel en ese alfabeto colorido que es la Biblia», como afirmaba el famoso pintor ruso-francés Marc Chagall, considerándola una especie de «atlas iconográfico» o de «inmenso vocabulario» (ésta fue una expresión del escritor francés Paul Claudel). Bastaría solamente deshojar los tres gruesos tomos que Louis Réau publicó en París entre 1955 y 1959 en Iconographie de l’art chrétien,  para documentar este incesante connubio entre arte y fe.

Y, como justamente sugería el mismo von Balthasar, esta iconología respondía a criterios muy precisos que no eran sólo de índole estética, sino que se anclaban al corazón del mensaje cristiano. De ello era consciente la misma teología de los primeros siglos cristianos cuando, por ejemplo, con uno de los primeros cantores del valor espiritual de las imágenes, san Juan Damasceno (siglos VII-VIII), invitaba al no creyente, deseoso de conocer la fe cristiana, no a un debate teológico sino, más bien, a entrar en una iglesia y contemplar las pinturas y las estatuas ahí presentes: «Si un pagano viene y te dice: “¡Muéstrame tu fe!”, tú llévalo a la iglesia y muéstrale la decoración con la que está adornada y explícale la serie de cuadros sagrados» (PG 95, 325).

Se codificaba de esta manera la via pulchritudinis que conducía a la suprema Belleza divina partiendo de la belleza artística, «al eterno por el tiempo», para usar una fórmula icástica de Dante Alighieri (Paraíso XXXI, 38). Esta vía, que tiene en el arte su argumentación más eficaz, ha sido una especie de fil rouge tendido a lo largo de los siglos. Ciertamente, el riesgo de idolatría, siempre al acecho, hace que el nexo entre arte y fe esté siempre vigilante y alerta, sobre la base de la célebre amonestación bíblica del Decálogo de «no te harás imagen alguna» de Dios (Éxodo 20,4), para evitar la postración ante el becerro de oro, o sea, pasar del ‘eidolon, en griego “imagen”, al “ídolo” puro y simple (cf. Isaías 44,9-20; Jeremías 10,1-16; Sabiduría 13-15).

Sugestiva al respecto es la síntesis fulgurante que Moisés hace de la experiencia sinaítica de Israel: «El Señor os habló de en medio del fuego; vosotros oíais rumor de palabras, pero no percibíais figura alguna, sino sólo una voz» (Deuteronomio 4,12). Esta precaución se exasperará y degenerará en la iconoclasia, a partir del siglo VIII en Oriente o, más tarde, en Occidente con la Reforma protestante en sus expresiones más radicales. Estas oleadas blancas anicónicas y espiritualistas no podían, sin embargo, borrar – como veremos – el fundamento teológico del arte, es decir, el mensaje cristiano de la Encarnación. Pero vayamos por partes.

Iniciemos con una pregunta: ¿el Dios bíblico persona trascendente («Yo soy el que soy» Éxodo 3,14) no reducible a una estatua, no representable en una imagen, debe permanecer inexorablemente anicónico, irrepresentable, a no ser sólo a nivel conceptual? La respuesta evidente es: no. Y es la misma Biblia quien nos indica al menos dos itinerarios iconológicos que salvaguardan la trascendencia divina sin por ello forzarnos a la iconoclasia. El Dios «espléndido y magnífico», como se canta en el Salmo 76, 5, posee una verdadera vía “analógica” a través de la cual es posible no sólo nombrarlo, sino también representarlo.

La formulación más limpia, a nivel teórico y temático, de este itinerario, se puede encontrar en el Libro de la Sabiduría que considera también la contribución del pensamiento griego, habiendo sido elaborada probablemente en Alejandría de Egipto, en la Diáspora judía. Se lee en 13,5: «De la grandeza y hermosura de las creaturas se llega, por analogía (analogôs), a contemplar (theoréitai) a su Autor», una idea retomada también por san Pablo, aunque con otra finalidad, en la Carta a los Romanos (1,20: «Sus atributos invisibles –su poder eterno y su divinidad– se hacen visibles a los ojos de la inteligencia, desde la creación del mundo, por medio de sus obras»).

«Dios creó el hombre a su imagen»

Henos, pues, frente a la primera vía analógica “figurativa”, la de las creaturas en sí asumidas como modelo estético. La “gloria” – kabôd en hebreo indica la misma esencia divina interior en su revelarse epifánico – se puede intuir en su reflejo creatural, como canta el Salmo 19: «Los cielos narran la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos … sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz» (vv. 2.4). No es, por tanto, una narración verbal, sino más bien un relato figurado cósmico, que se despliega como un pergamino decorado entre cielo y tierra, por usar una sugestiva metáfora presente en un himno sigagogal de la fiesta de Shavu‘ôt–Pentecostés.

Pero existe una creatura que cumple en modo capital la analogía figurativa divina, y es la pareja humana. Es lo que se ilustra de modo eficaz en un versículo del Génesis (1,27). Entre paréntesis, recordemos que la cualidad estética de la creación, expresada a través del reiterado uso del adjetivo tôb que indica lo “bello-bueno”, tiene – según el Génesis – en la creatura humana su ápice: ésta, en efecto, no es solamente tôb, sino tôb me‘ôd, es «muy bueno» (1,31). Pero regresemos a nuestro versículo que, en su misma configuración estilística, fundada sobre el típico paralelismo explicativo semántico, delinea la función iconológica teológica del ser humano en su realidad bipolar sexual:

«Dios creó al hombre               a su imagen,

a imagen de Dios                     lo creó

varón y mujer                          los creó».

Es evidente, incluso gráficamente, que la “imagen” divina, en hebreo selem, en la versión griega eikôn, tiene su sorprendente paralelo explicativo en «varón y mujer». ¿Debe, entonces, representarse a Dios como sexuado y junto a él se debe hacer sentar una diosa paredra, como la Astarte o la Asherah idolátrica de los pueblos vecinos de Israel? La respuesta es obviamente negativa, sobre la base de la polémica anti-idolátrica que invade la Biblia y a la cual antes nos habíamos referido. La “imagen” divina, por otra parte, no se debe siquiera buscar – siguiendo el texto sagrado – en el alma fiándonos de la línea tradicional espiritualista, atestiguada por ejemplo en el Del Génesis a la letra de san Agustín, que no tenía dudas al respecto: «Que el hombre haya sido hecho a imagen de Dios se dice a causa de la parte interior del hombre, donde tiene sede la razón y el intelecto. El hombre es hecho a imagen y semejanza de Dios sobre todo en lo que respecta al alma».

Para el Génesis, en cambio, la “imagen” divina impresa en el hombre y en la mujer se debe buscar en su capacidad generativa: es esa la representación más “semejante” (1,26) al Dios Creador: no en vano la historia de la salvación sucesiva estará delineada por la “Tradición Sacerdotal” del Génesis sobre la base de las genealogías (1,28; 2,4; 9,1.7; 10; 17, 2.6.16; 25,11; 28,3; 35,9.11; 47,27; 48,3-4).

Es interesante, sin embargo, advertir la precisión que realiza el autor sagrado sobre esta representatividad icónica divina en la creatura humana. En el versículo precedente se lee: «Hagamos al hombre a nuestra imagen (selem), a nuestra semejanza (demût)» (1,26). Ahora bien, el primer término adoptado por el autor es selem, presentado también en 1,27: esto indica un acercamiento real respecto al sujeto representado, una “verdad” figurativa, una especie de divina “inmanencia”, epifánica en la creatura humana. El otro vocablo, en cambio, demût, sugiere una cierta distancia en la relación de semejanza, una especia de abstracción que es implícita también en la desinencia –ût propia de los vocablos hebreos abstractos; se quiere, por eso, subrayar la permanencia de una distancia, debida a la trascendencia del sujeto representado.

La figura humana, por tanto, es un icono eficaz y real de Dios, pero no agota su realidad plena. Se altera, así, de modo simple pero genuino el concepto de símbolo que el arte siempre tendrá de custodiar. Es posible pintar o esculpir a Dios sobre el surco que él nos ofreció, la creatura humana. Se excluye, entonces, una radical inefabilidad e invisibilidad y, por tanto, todo iconoclasmo. Pero al mismo tiempo se proclama la irreductibilidad de la divinidad a un modelo representativo totalizante, dejando siempre abierta la distancia de lo infinito y de lo eterno.

«El Verbo se hizo carne»

El Nuevo Testamento, sin embargo, nos invita a una segunda y fundamental vía para representar a Dios: es la que asume y exalta hasta la plenitud la precedente vía antropológica. Se trata del modelo cristológico que tiene su base fundamental en la Encarnación. El texto a considerar como la sigla o la declaración originaria es la célebre afirmación del prólogo de Juan (1,14): ho Lógos sàrx eghéneto, «el Verbo se hizo carne», donde resalta el acercamiento paradójico para la cultura griega entre Lógos y  sárx. Como escribía Jorge Luis Borges en su poesía titulada justamente Juan 1,14: «Yo que soy el Es, el Fue y el Será, / vuelvo a condescender al lenguaje, / que es tiempo sucesivo y emblema». En Jesucristo, Hijo de Dios y hombre verdadero, se condensan y se ensalzan todas las formas de representación del divino. El punto de partida es precisamente su humanidad real y plena, que conoce el arco entero del ser y del existir humano, del nacimiento a la muerte, insertándose así plenamente en el tiempo y en el límite de la creatura para redimirla y transfigurarla.

Como recordaba san Juan Pablo II en la citada Carta a los artistas, el Segundo Concilio de Nicea de 787, celebrado después de la tempestad de la iconoclasia, apeló – considerándolo el argumento decisivo para recolocar las imágenes en la fe y en la cultura cristiana – precisamente al misterio de la Encarnación: «Si el Hijo de Dios ha entrado en el mundo de las realidades visibles, tendiendo un puente con su humanidad entre lo visible y lo invisible, de forma análoga se puede pensar que una representación del misterio pueda ser usada, en la lógica del signo, como evocación sensible del misterio. El icono no se venera por sí mismo, sino que lleva al sujeto que representa». Vuelve también aquí el tema de la “analogía” ya planteado por el citado pasaje de la Sabiduría respecto a la creación como reflejo del Creador (13,5), con una nueva y mucho más alta aplicación. Si Jesucristo es verdadero hombre, es exactamente en su humanidad visible donde se convierte en “imagen-icono” del Dios viviente.

Es lo que está explícitamente declarado en el himno de apertura de la Carta a los Colosenses donde se presenta a Cristo como «imagen (eikôn) del Dios invisible» (1,15). Es lo que formula también el íncipit de la Carta a los Hebreos donde – recurriendo a dos metáforas (el resplandor y la incisión o impresión de un sello) que la teología judía alejandrina aplicaba a la Sabiduría y al Logos divino (véase, por ejemplo, Sabiduría 7,25-26) – se proclama que Cristo es «resplandor de la gloria de Dios e impronta de su sustancia» (1,3). La humanidad de Jesucristo es, por eso, la vía principal para afirmar la posibilidad de representar a Dios. Es sugestiva la celebración de este tema que se realiza en el liturgia cristiana oriental: Cristo es cantado como «el Bellísimo, de belleza superior a la de todos los mortales», porque es la gloria revelada del Padre (así en la Enkomía del ’Orthós del «Santo y Gran Sábado» pascual).

La misma teología procedía siguiendo esta línea, como declaraba, paradójicamente, Teodoro Estudita (ss. VII-IX): «Si el arte no pudiera representar a Cristo, quiere decir que el Verbo no se ha encarnado». En Jesucristo, para usar una famosa expresión de Dionisio el Areopagita (ss. V-VI), se tiene «lo visible del Invisible». Consecuentemente es verdad aquello que san Juan Pablo II en la Carta a los artistas, decía: «En cierto sentido, el icono es un sacramento. En efecto, de forma análoga a lo que sucede en los sacramentos, hace presente el misterio de la Encarnación en uno u otro de sus aspectos. Precisamente por esto la belleza del icono puede ser admirada sobre todo dentro de un templo con lámparas que arden, produciendo infinitos reflejos de luz en la penumbra».

Y aquí el Papa remitía a ese gran cantor de los iconos, el teólogo, filósofo y científico ruso Pavel Florenskij (1882-1943), víctima de la represión estalinista, autor del célebre ensayo Las puertas reales (en ruso Ikonostas, 1922). Él escribía: «El oro, bárbaro, pesado y fútil a la luz difusa del día, se reaviva a la luz temblorosa de una lámpara o de una vela, pues resplandece en miríadas de centellas, haciendo presentir otras luces no terrestres que llenan el espacio celeste». Arte y liturgia (y fe) en este sentido se encuentran. Las figuras del icono y sus fondos dorados son terrenos, pero reflejan lo divino e introducen en una experiencia paradisíaca.

De hecho se vuelve, por eso, extremadamente significativo ya sea el apelo del Salterio a «cantar a Dios con arte» (Salmo 47,8), ya sea el hecho de que se reconozca en la Biblia un especie de “inspiración” divina también para los mismos artistas. Es lo que está explícitamente establecido para Besalel, el arquitecto del arca de la alianza, cuyo nombre en hebreo es ya emblemático porque significa “a la sombra de Dios”, es decir, bajo su protección. De él, en el libro del Éxodo el Señor mismo afirma: «He colmado a Besalel del Espíritu de Dios (ruah ’Elohîm) confiriéndole habilidad, pericia y experiencia en toda clase de trabajos» (Éxodo 35,30-31).

De manera similar, en el libro de Crónicas se subraya que los cantores del templo reciben una especie de “inspiración” divina: en efecto, el término usado para indicar la “ejecución de la música” sacra, nb’,  es el mismo que se adopta para designar la “inspiración” de los profetas (nebi’îm). Por eso, justamente los pintores sieneses del siglo IV en sus Estatutos de arte proclamaban: «Nosotros somos aquellos que revelan a los hombres que no saben leer las cosas milagrosas llevadas a cabo por virtud de la fe».

II.               Palabra de Dios y belleza

Después de la reflexión he hemos ofrecido sobre el fundamento teológico de la via pulchritudinis, queremos ahora dedicar una atención particular al tema específico de la belleza, tal como lo delinea la Biblia. «Frente al pensamiento griego llama la atención ante todo la escasa importancia que el concepto de lo bello tiene en las Sagradas Escrituras. En conjunto, este problema no consigue el interés del pensamiento bíblico». Escribía así Walter Grundmann en la voz kalós, “bello”, de uno de los monumentos de la exégesis alemana, el Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament a cura de Gerhard Kittel y Gerhard Friedrich.

A Grundmann le hacía eco Joachim Wanke cuando, en otro instrumento importante como el Exegetisches Wörterbuch zum Neuen Testament (Diccionario Exegético del Nuevo Testamento) dirigido por Horst Balz y Gerhard Schneider, observaba que «en ambos Testamentos lo bello en el sentido de la concepción platónica y helenística no es tomado en consideración». Al contrario, el mismo autor – evocando indirectamente las palabras paulinas sobre la cruz “escándalo” y “necedad” para el ambiente cultural en el que el cristianismo había brotado y florecido – notaba que «la cruz es ciertamente la más radical disolución del concepto clásico de perfección y belleza».

           Ahora, es indudable que el mundo greco-latino – aunque de forma diversificada – ha dedicado al tema de lo bello reflexiones de extraordinaria intensidad y fascinación, aun cuando en sentido estricto la filosofía estética es un ramo del saber más bien reciente, habiendo sido codificada, al menos a nivel terminológico, sólo en el siglo XVIII con el pensador alemán Alexander Baumgarten. Es evidente, empero, que la gran metafísica griega y su gnoseología ya habían ofrecido las bases para exaltar el nexo entre ser, vida y belleza, de modo que se puede afirmar con el filósofo Plotino que lo bello es “la floración del ser”, su perfección. Además la contemplación pura y libre de la armonía de las formas constituía un componente del arte y de la literatura de esa civilización.

La estética teológica de la Biblia

Todo esto – es necesario reconocerlo – no apasiona a los autores sagrados, en los cuales está ausente la postura “romántica” de quien se detiene fascinado ante las maravillas cósmicas o el esplendor de las formas (aunque alguna excepción, como veremos, es posible). Se tiene, en efecto, una concepción mucho más funcional de lo bello, a tal punto que se verifica ciertamente a nivel lexical un fenómeno muy significativo. El principal término estético hebreo es tôb: usado 741 veces y tiene significados muy fluidos que van desde lo “bueno” a lo “bello”, a lo “útil”, a lo “verdadero”, a tal punto que la misma antigua traducción griega de la Biblia llamada “de los Setenta” recurre al menos a tres adjetivos griegos diversos para expresar este vocablo (agathós, “bueno”, kalós, “bello” y chrestós, “útil”).

          De manera similar en el griego neotestamentario el término kalós, que se usa 100 veces, es normalmente sinónimo de otra palabra griega, agathós, “bueno”, excepto en un solo caso, cuando Lucas (21,5) recuerda que, delante templo herodiano de Jerusalén, «algunos hablaban de sus bellas piedras (líthoi kaloí)». El vocablo es siempre destinado, en cambio, a delinear las cualidades morales de un acto o de una persona o de una realidad, o incluso, su capacidad o función operativa. Así, sólo por poner un ejemplo, se habla de “obras buenas”, de “buena conducta”, de “buena conciencia”, usando siempre el adjetivo kalós. Cristo, como es sabido, se autodefine en el Evangelio de Juan (10, 11.14) como el “pastor kalós”, pero el significado primario – como aparece en las versiones – es el de “buen pastor”, y lo mismo sucede en otros usos de ese adjetivo (“buen diácono, buen soldado, buenos administradores, buen maestro”).

          San Pablo usa el verbo kalopoiein para decir “hacer el bien” (2 Tesalonicenses 3,13) y es sugestiva la exclamación de la multitud que, de frente a los milagros de Jesús, exclama: «¡Todo lo ha hecho kalós!» (Marcos 7,37), donde es evidente que ese “bello” es en realidad un “bien”. Podremos seguir avanzando con estas ejemplificaciones para descubrir que lo “bello” neotestamentario – con el influjo del Antiguo Testamento y del hebreo – no es otra cosa que lo “bueno”, el “bien”, la destreza, la legitimidad o también la utilidad como “el buen fruto, la buena semilla, perla, pescado, árbol”, expresados siempre con el adjetivo kalós. Dicho lo cual, es necesario, por supuesto, dar un paso adelante. Los autores sagrados no ignoran la belleza en cuanto tal, de hecho existe otro término hebreo,  yafeh, que significa “estupendo, encantador, bello” en sentido estricto, como na’weh es “fascinante”. Sólo que raramente la finalidad de esta admiración está unida a la fascinación de la realidad, aunque es evidente el enlace entre belleza y fe, entre estética y teología.

          Así, cuando el Salmista dice «contemplo tu (de Dios) cielo, obra de tus manos, la luna y las estrellas que has creado», aparentemente abandonándose al descubrimiento de la belleza imponente de los espacios siderales, la pregunta  que se hace revela la verdadera finalidad de esa contemplación que es, por el contrario, de corte teológico-existencial: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que lo cuides?» (Salmo 8,4-5). También el profeta Jeremías – que es considerado por algunos como el poeta bíblico más atento a la belleza de la naturaleza y sus ritmos – cuando, por ejemplo, se detiene a admirar «un olivo frondoso, de fruto hermoso» o «un tamarisco en la estepa, en la aridez del desierto, en una tierra salobre» (11,16; 17,6), lo hace con un una postura “moral” y no estética, dispuesto, como siempre, a sacar una lección ética para Israel.

          Semejante es la extraordinaria y potente evocación presente en las dieciséis preguntas que Dios dirige a Job, en el primero de los dos discursos divinos finales de ese libro (cc. 38-39), no tiene el objetivo de pintar “de colores” un maravilloso tapiz de escenas cósmicas y animales – como parecería al lector inmediato – sino más bien de revelar al hombre la existencia de una ‘esah, de un “proyecto” trascendente implícito en la creación y de afirmar la legitimidad, la coherencia, no obstante la aparente incomprensibilidad para la razón humana. También un libro nacido en plena atmósfera griega como el de la Sabiduría (casi al final del s. I a.C.) no tiene dudas sobre el hecho que «bellas son las realidades que se contemplan» (13,7) pero el autor advierte de inmediato – como ya tuvimos ocasión de citar – esta lúcida consideración teológica: «De la grandeza y hermosura de las creaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (13,5). Es lo que la filosofía definirá exactamente como “la analogía” para llegar de la creación al Creador a través de un recorrido de conocimiento “natural”.

          Era lo que aparecía simbólicamente en una página poética admirable, el Salmo 19, que ya tuvimos ocasión de citar. El resplandecer del sol, comparado a un esposo que sale al alba de la habitación nupcial o a un héroe atlético que se desencadena en la carrera a lo largo de su órbita es en realidad epifanía de una palabra divina cósmica: «Los cielos narran la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos. El día al día le pasa el mensaje y la noche a la noche transmite la noticia» (19,2-3). La colosal coreografía cósmica que el Salmo 148 supone no es tanto un desfile de 22 (o 23) creaturas, tantas cuantas son las letras del alfabeto hebreo, para admirar con estupor: es, en cambio, un coro de aleluyas que se eleva al Creador al interno de una especie de catedral cósmica. Lo mismo se debe decir para otros textos sálmicos, a primera vista parecidos a «un boceto del mundo, pintado con pocos trazos», como definía el Salmo 104 el padre de la moderna climatología y oceanografía, Alexander von Humboldt (1769-1859): en realidad, también en ese caso el poeta bíblico quiere exaltar la obra del Creador que «manda su espíritu» para dar origen a la vida y «renovar la tierra».

          En esta misma línea debemos colocar también esa extraordinaria capacidad narrativa manifestada por las 35 parábolas de Jesús (72, si se alarga el elenco además a las imágenes o a las metáforas desarrolladas). Sabemos, en efecto, que Cristo es un orador fascinante. Él parte del mundo de sus oyentes hecho de terrenos áridos, de semillas y sembradores, de cizañas y de mieses, de viñas y de higos, de ovejas y de pastores, de cachorros, de pájaros, de lirios, de espinas, de mostaza, de peces, de escorpiones, serpientes, buitres, polillas, de vientos, de siroco (viento del sur) y tramontanas, de destellos relampagueantes y lluvias o sequías, etcétera. En sus discursos encontramos niños que juegan en las plazas, cenas nupciales, constructores de casas y de torres, jornaleros y agricultores arrendatarios, prostitutas y administradores corruptos, porteros y siervos en espera, amas de casa e hijos difíciles, deudores y acreedores, ricos egoístas y pobres hambrientos, magistrados inertes y viudas indefensas pero valientes, hay monedas pequeñas y grandes, hay tesoros escondidos y  mesas con alimentos puros e impuros según las reglas kasher del judaísmo y mucho más. Cervantes en su célebre Don Quijote logra recordarnos con una pincelada el estilo de la predicación de Jesús, evocando un pasaje del Discurso de la Montaña: «Dios no falta a los mosquitos del aire, ni a los gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del agua, y es tan piadoso, que hace salir su sol sobre los buenos y malos, y llueve sobre los injustos y justos» (I, 18).

Sin embargo, sabemos que Cristo no se detiene ante al vuelo de los pájaros o a la fragancia delicada y suntuosa de los lirios del campo para componer una lírica, sino más bien para conducir a quien los está contemplando hacia otras metas. No es casualidad que las parábolas inician frecuentemente así: «El Reino de los cielos es semejante a…». La estética es, por tanto, funcional al anuncio, belleza y verdad se entrecruzan, la armonía es otro rostro del bien. En este sentido estamos invitados a hablar de Dios en modo bello (¡cuánto ha sido desatendida esta invitación en la historia de la predicación y lo es aún hoy en el arte sacro!). No en vano – como se ya indicó – el Salmista exhortaba a los fieles así: «Canten a Dios con arte (con destreza)» (Salmo 47,8). Y la “gloria” divina siempre es representada en la Biblia como inmersa en el esplendor de la luz y en la plenitud de la perfección.

La contemplación de la belleza

Debemos, sin embargo, reconocer que se asiste también a un proceso en el que la belleza adquiere su espacio relevante, aunque sea siempre en el marco de esa finalidad teológica al que el autor bíblico tiende. Es significativo el caso de la creación descrita en el capítulo 1 del Génesis. Ahí, en efecto, al final de cada uno de los actos creativos de Dios se pone una “fórmula de aprobación”, reconfirmada siete veces (1,4.10.12.18.21.25.31), que suena así: «Dios vio que era tôb». Sabemos que este término significa tanto “bueno” como “bello”. Es evidente que aquí el aspecto estético, en nuestra opinión, tiene un cierto primado. La “visión” misma, la satisfacción por la obra terminada, la imagen del Creador-artista inducen a expresar esa frase así: «Dios vio que era bello» o «Dios vio: ¡era bello!». Es verdad que no se excluye la positividad del ser creado, pero es indudable que la cualidad estética – como anotaba un exégeta, Claus Westermann – «no es algo añadido a la creación, sino que pertenece a su mismo estatuto y a su estructura».

Después de todo, también la Biblia reconoce que “bellas” eran Rebeca, Sara, Betsabé, la reina persa Vaští, Ester, Judit, como lo eran también el pequeño Moisés, David, su hijo Adonías, los jóvenes hebreos de Babilonia. Siguiendo esta estela debemos colocar la joya poética del Cantar de los Cantares en la que es marcadoel acento sobre la dimensión estética de la naturaleza y de la persona humana, sin olvidar la finalidad de la exaltación del amor, la realidad superior y trascendente celebrada por esos versos maravillosos. En el centro, en efecto, hay un «jardín cerrado», mejor aún, un “paraíso” (pardes) vegetal (4,13), que seguido se transforma en viñas exuberantes con vides en flor; hay un auténtico “herbolario” dominado por el lirio rojo palestino (o quizá la anémona), acompañado del narciso, mientras que espeso es el bosque del amor con cedros, enebros, manzanos, granados, palmas, árboles fragantes, higueras, mandrágora, zarzas, árboles selváticos, nogales, etc. Montes, colinas, acantilados, valles, desiertos, campos, manantiales, ríos, aguas, lagos, fuegos, chispas se extienden ante el lector. Sobre esta tierra, envuelta en una dulce primavera (2,8-17), vuela la paloma, el ave-símbolo por excelencia, emblema de amor, ternura, belleza y fidelidad, corren gacelas y ciervos, igualmente relevantes a nivel simbólico, aparecen los rebaños, los caballos, los leones, los leopardos, las zorras, mientras leche y miel remiten a vacas y aves.

Pero es sobre todo el cuerpo humano, femenino y masculino, pintado en tablas colmadas de eros (4, 1-5; 5, 10-16; 6, 4 - 7, 10), el que constituye el vértice de la belleza creada, como atestigua la exclamación atónita y reiterada: «¡Qué bella eres (jafah), amada mía, qué bella eres! … ¡Qué hermoso eres, amado mío, qué delicioso (na‘îm)!» (1,15-16). «¡Toda hermosa (jafah) eres, amada mía, no hay tacha en ti!» (4,7). La misma naturaleza es descrita en su belleza a través de una especia de transfert: el paisaje, en efecto, se transforma en un espejo del alma y de sus sensaciones de felicidad, de armonía, de plenitud. Sin embargo, la dimensión somática no es meramente biológica y estética, sino que es el punto de partida y de llegada de una trama de relaciones interpersonales, de sensaciones interiores, de experiencias psicológicas y espirituales. El hecho es, sin embargo, que esta meta espiritual se alcanza mediante una intensa y creativa contemplación estética y estática de la corporalidad que, en el mundo bíblico, no es exclusivamente materialidad, sino unidad psico-física de la persona.

La exaltación de la belleza en sus epifanías cósmicas tiene su expresión particular en una página bíblica tardía, dentro de un himno colocado en la sección final de la obra del Sirácide, un docto del siglo II a.C. cuya obra nos llegó en la versión griega del nieto (por eso está entre los libros bíblicos deuterocanónicos), pero dada a conocer también una buena parte del original hebreo por varios descubrimientos documentarios a partir del fin del siglo XVII en adelante. El himno inicia en el 42,15 y concluye en 43,33. La perspectiva, ya subrayada, del cruce entre estética y teología se mantiene, pero es evidente el florecimiento límpido de la contemplación lírica de la belleza de la creación. El aspecto teológico es explícito en la apertura y clausura del canto mientras que Dios se eleva sobre el universo con la eficacia de su palabra, el esplendor de su gloria, su trascendencia y omnisciencia. Para la Biblia la naturaleza es siempre “creación”, es un “cosmos” ordenado que responde a un proyecto y a un diseño capaz de reflejar su autor: «El sol mira a todo iluminándolo, de la gloria del Señor está llena toda su obra» (42,16). Por esto, delante a la arquitectura cósmica, el hombre no pude más que exclamar: «¡Él lo es todo!» (43,27).

El Sirácide revela de manera más explícita, respecto a la tradición precedente, una postura lírica. Se asoma con estupor a las maravillas del universo y las hace desfilar ante sus ojos deslumbrados por tanta belleza. Es este el contenido de la parte central, verdadero corazón poético del himno. Esta secuencia, que es casi pictórica o fílmica, parte del límpido y luminoso firmamento, en el que irrumpe ante todo el sol a quien se reserva un bosquejo que marca la incandescencia de su irradiarse (43,1-5). Sigue naturalmente el cuadrito dedicado a la luna, celebrada sobre todo en su función “cronológica”, siendo la matriz del calendario lunar litúrgico y civil (43,6-8). A ella se unen las estrellas, concebidas como centinelas que velan en la noche (43,9-10). Inmediatamente después, irrumpe majestuoso el arcoíris, trazado en el cielo por la misma mano divina (43,11-12). La serie sucesiva, incluso contenida en la bóveda celeste, tiene su autonomía: entra, en efecto, en escena la meteorología con su séquito de relámpagos, dotados de «rayos justicieros», de nubes que «vuelan como pájaros de caza», de granizo semejante al polvo, del trueno que sobresalta la tierra, de vientos impetuosos (43,13-17).

Siguiendo el hilo de los fenómenos meteorológicos, una especie de deliciosa miniatura se dedica a la nieve cuya delicada caída es comparada con el vuelo de los pájaros y a la bandada de saltamontes: «Admira el ojo la belleza de su blancura, y al verla caer, se pasma el corazón» (43,18). A ella se asocia la escarcha, semejante a los granos de sal que hacen que brillen como cristales las ramas en las que se posan (43,19). Estas imágenes invernales llevan consigo la evocación de la gélida tramontana que congela las superficies de las aguas, revistiéndolas casi de una coraza (43,20). Paradójicamente la escena del hielo tiene efectos análogos a los veraniegos porque también él quema la vegetación como sucede cuando domina la sequedad (43,21): en tal manera el poeta logra transportar al lector al verano ardiente, donde se espera el rocío que fecunda la tierra reseca (43,22). La última secuencia de imágenes nos lleva al mar donde las islas son “plantadas” como oasis o flores. De su misterio hecho de abismos, tempestades imponentes, de monstruos y peligros, bien conocidos para la cosmología bíblica, quedan los testimonios de los navegantes que sólo pueden confiarse de la palabra divina que salva (43,23-26).

La exclamación inicial del himno, ritmada por un interrogatorio retórico, es la expresión ideal de una admiración lírica que descubre el fulgor de la belleza: «Cada cosa afirma la belleza de la otra, ¿quién se cansará de contemplar su gloria?» (42,25). La dimensión estética es, por tanto, reconocida aunque – lo volvemos a repetir – ella no es un fin en sí misma, sino que se convierte, más o menos explícitamente, en una via pulchritudinis, un camino bello y glorioso para llegar al Creador, a su proyecto y a su obra. Y la misma belleza literaria de muchas páginas bíblicas tiene como finalidad la proclamación de la infinita belleza y verdad de la Palabra divina.

III.           La Biblia, “gran código” cultural

Llegamos, así, a la última mesa de nuestro tríptico ideal. Queremos mostrar ahora, a través de pocos ejemplos, la potencia generativa que ha ejercido la Biblia en la cultura occidental. Refirámonos una vez más a san Juan Pablo II y su Carta a los artistas: «A partir de las narraciones de la creación, del pecado, del diluvio, del ciclo de los Patriarcas, de los acontecimientos del éxodo, hasta tantos otros episodios y personajes de la historia de la salvación, el texto bíblico ha inspirado la imaginación de pintores, poetas, músicos, autores de teatro y de cine. Una figura como la de Job, por citar sólo un ejemplo, con su desgarradora y siempre actual problemática del dolor, continúa suscitando el interés filosófico, literario y artístico. Y ¿qué decir del Nuevo Testamento? De la Navidad al Gólgota, de la Transfiguración a la Resurrección, de los milagros a las enseñanzas de Cristo, llegando hasta los acontecimientos narrados en los Hechos de los Apóstoles o los descritos por el Apocalipsis en clave escatológica, la palabra bíblica innumerables veces se ha hecho imagen, música o poesía, evocando con el lenguaje del arte el misterio del «Verbo hecho carne».

Efectivamente, la Biblia en la cultura occidental ha tenido una presencia tan fecunda que podemos concebirla como una especia de “léxico” o repertorio literario e iconográfico del que se sacan símbolos, signos, imágenes, narraciones, figuras. El crítico canadiense Northrop Frye en su famoso ensayo titulado El gran código (1981) afirmaba con determinación que «las Sagradas Escrituras son el universo dentro del cual la literatura y el arte occidental han trabajado hasta el silgo XVIII y en gran medida siguen trabajando». La relación entre Biblia y literatura registra un dato de hecho fácilmente accesible a quien explore la historia cultural del Occidente: durante siglos, en efecto, la Biblia ha sido el inmenso repertorio iconográfico, ideológico y literario en el que se ha encaminado. Y si el crítico alemán Erich Auerbach en su famosa Mimesis (1946) había reconocido en la Biblia y en la Odisea los dos modelos cruciales para nuestra cultura, un filósofo tan fieramente anticristiano, Nietzsche, en los materiales preparatorios a la obra Aurora (1881) igualmente confesaba que «para nosotros Abraham es más que cualquier otra persona de la historia griega o alemana. Entre lo que sentimos en la lectura de los Salmos y lo que experimentamos en la lectura de Píndaro y de Petrarca hay la misma diferencia que entre la patria y la tierra extranjera».

El modelo actualizante

Intentar delinear esta presencia en la multiplicidad de sus formas, hoy ideales, mañana degeneradas, es una empresa ciclópea, por no decir desesperada, como ruinosa resultaría toda catalogación. Sin embargo, bajo la guía de estímulos procedentes de la filosofía (por ejemplo, Gadamer) y de la teología, se ha reconocido, para la comprensión de la Biblia, el relieve representado no sólo por el Autor sino también el Lector, es decir por la Tradición teológica, espiritual y artística que ha sido generada de la Escritura. Así, se configuró una investigación llamada Wirkungsgeschichte o “historia del efecto” (o también Rezeptionsgeschichte, o sea, “historia de la recepción” de un texto) que verifica el influjo extraordinario y la irradiación ejercida por la Biblia en el imaginario y en hecho cultural alto y popular.

Moviéndonos en una trayectoria puramente ejemplificada, nos contentaremos indicando sólo algunos modelos que busquen representar de manera emblemática este inmenso influjo. Un primer modelo pudiera ser definido como reinterpretativo o  actualizante: se asume el texto o el símbolo bíblico y se relee y encarna dentro de coordenadas histórico-culturales nuevas y diversas. Pensemos en la figura de Job que, después de haberse convertido por siglos en una imagen de Cristo paciente en el arte sacro (por ejemplo, la Meditación sobre la Pasión de Cristo o las Lamentaciones sobre Cristo muerto de Vittore Carpaccio) se transforma en un signo personal en la obra autobiográfica Repetición de Soeren Kierkegaard: «Yo no leo Job con los ojos como se lee otro libro, sino que lo meto en el corazón… Cada palabra es alimento, vestido y bálsamo para mi pobre alma».

Y siguiendo con el mismo filósofo, pensemos en el sacrificio de Isaac (Génesis 22) tal como él lo leyó en Temor y Temblor: el terrible y silencioso camino de tres días afrontado por Abraham hacia el monte de la prueba deviene el paradigma de todo itinerario de fe, marcado por la luz y la tiniebla, en el que el creyente debe llegar hasta despojo total de todos los apoyos humanos, incluidos los afectos y las relaciones fundamentales. Un exégeta, Gerhard von Rad, en su obra titulada El sacrificio de Isaac, recogerá en torno al texto bíblico, además de las de Kierkegaard, las reinterpretaciones actualizantes de Lutero, de Rembrandt y del filósofo agnóstico polaco Kolakowski, pero ya la tradición judía en la ‘aqedah, es decir, en la “vinculación” sacrificial de Isaac sobre el altar del monte Moria, había visto el misterio del sufrimiento del pueblo hebreo y se había interrogado sobre el silencio de Dios (particularmente en conexión con el trágico suceso de la shoah por las persecuciones nacistas).

Podríamos continuar abundantemente documentando este tipo de relectura que domina en el arte sacro, atento a reconducir eventos evangélicos al “hoy” de la Iglesia: pensemos en las representaciones populares, el folclor, los ritos tradicionales que buscan revivir la pasión de Cristo u otros momentos de su existencia en su cotidianidad, las arquitecturas o las presencias que pueblan el horizonte cotidiano.

El modelo degenerativo

Existe, sin embargo, otro modelo que es posible identificar: éste elabora los datos bíblicos de manera desconcertante y por eso lo podemos definir como degenerativo. No pretendemos referirnos al hecho que también la fealdad moral (bruttura) y la estética (bruttezza) puede ser asumido y transformado por el arte: pensemos sólo en el tema de la culpa y del mal tal como lo transforma y lo redime Dostoevskij en sus célebres novelas o en los primeros dos cánticos de la Divina Comedia (Infierno y Purgatorio) o a la afirmación paradójica del poeta francés Alfred de Musset: «los cantos más bellos son los más desesperados». El arte tiene, en efecto, además una función catártica. El gran poeta austríaco Rilke en la primera de sus Elegías del Duino declaraba que «lo bello es sólo el inicio de lo tremendo (Schrecklichen)», porque penetra en lo oscuro del alma, abre heridas, siempre tiene como dos cortes, uno de gozo y uno de angustia y corta en dos el corazón. Nosotros, en cambio, nos ocupamos ahora de otro aspecto negativo igualmente fecundo.

En la misma historia de la teología y de la exégesis a menudo se han verificado desviaciones y deformaciones interpretativas respecto al texto sagrado que se ha transformado de tal manera en un pretexto para hablar de otra cosa (“alegoría”) o incluso para subvertir su sentido originario. Lo mismo sucede también en la historia de la cultura. Tomemos aún como emblema el libro de Job. La tradición, en efecto, ignorando el altísimo poema que constituye la sustancia de la obra, se ha obstinado casi exclusivamente en el prólogo y en el epílogo (cc. 1-2 y 42). Aquí Job aparece sólo como un hombre paciente que supera la prueba y al final es recompensado por Dios. En realidad, el cuerpo central de la obra presenta, en cambio, el drama de la fe de frente al misterio de Dios y del mal. El arribo de una búsqueda lesionada y acre está en la profesión de fe que sella realmente el escrito entero: «Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (42,5).

El arte cristiano, en cambio, sobre la estela de una interpretación reductiva ya presente en el Nuevo Testamento (Santiago 5,11) y en los Padres de la Iglesia, se contentará con un Job colocado sobre el estercolero, listo para soportar los más atroces sufrimientos, la ironía de la mujer y el altercado con los amigos, en espera de la liberación final. Pero la “degeneración” del significado auténtico del libro bíblico puede ser ulteriormente ilustrada al interior de la enorme ripresa literaria que la historia de Job ha sufrido (de Goethe a Dostoevskij, de Roth a Singer, de Bloch a Camus, etc.).

Ejemplar en este sentido es la Respuesta de Job de Carl G. Jung (1952) en la que el célebre sufriente bíblico se alza como el símbolo de la moralidad y de la responsabilidad de frente a un Dios del todo libre de cualquier ética, en su omnipotencia y omnisciencia. Cristo será aquél que, proviniendo de Dios y entrando en la humanidad, logrará aprender la lección moral de Job y alzarse contra la dureza “inmoral” y lo inescrutable del Padre celestial. Como es evidente, el texto bíblico es ya solamente una inspiración sobre el que se entretejen nuevos argumentos y nuevos significados, y esto ocurre en muchas figuras bíblicas: siguiendo en el ámbito psicoanalítico, recuérdese la elaboración de la figura de Moisés y de los orígenes de la religión hebrea realizada por Sigmund Freud en sus tres ensayos sobre Moisés y la religión monoteísta (1913).

          El modelo transfigurativo

          Sin embargo, debemos reconocer que, se ha marcado de fecundidad y de fuerza del original bíblico también la lectura desviada, un gran testimonio de potencia espiritual y cultural la ofrece la Biblia cuando es hecha transpirar en toda su riqueza simbólica y teológica. Por ello queremos hablar de un tercer modelo de tipo transfigurativo. El arte a menudo logra hacer visibles resonancias secretas del texto sagrado, logra retranscribirlo en toda su pureza, logra hacer germinar potencialidades que la exégesis científica sólo con gran fatiga conquista y algunas veces del todo ignora. Es lo que Paul Klee afirmaba en sentido general cuando en su Teoría de la forma y de la figuración escribía que «el arte no repite las cosas visibles sino que hace visible lo que a menudo no es». Gaston Bachelard decía de Chagall que en sus cuadros «lee la Biblia y de inmediato los pasajes bíblicos se convierten en luz».

          En este sentido nos parece particularmente indicativa la gran música que en el período histórico que va del ‘600 a los inicios del ‘800 superó las artes figurativas en la tarea de interpretar la Biblia (Carissimi, Monteverdi, Schütz, Pachelbel, Bach, Vivaldi, Buxtehude, Telemann, Couperin, Charpentier, Haendel, Haydn, Mozart, Bruckner etc.). Sólo imagínense qué pueda significar un oratorio como Jefte de Carissimi o el Vísperas de la Beata Virgen de Monteverdi o una Pasión según Mateo de Bach o, para acercarnos a nuestros días, la Pasión según Lucas de Penderecki o los Chichester Psalms di Bernstein.

Para tener un ejemplo específico y esencial, bastaría seguir la suprema relectura que Mozart hace de un salmo literariamente modesto, el brevísimo 117 (116), estimado, no obstante, por Israel porque proclamaba las dos virtudes fundamentales que une a Dios con su pueblo, a saber, la veritas et misericordia, como decía la versión latina de la Vulgata usada por el músico, o sea el «amor y fidelidad», en una traducción más cercana al hebreo original (hesed we’emet). Ahora bien, el Laudate Dominum en Fa menor de las Vísperas solemnes de un Confesor (K339) de Mozart logra recrear la carga teológica y espiritual, hebrea y cristiana del salmo como no podría hacerlo ninguna exégesis textual directa.

El resultado “transfigurativo” es propio, como sea, de todas las grandes obras de arte y de literatura. Sería imposible demostrarlo completamente porque el repertorio a consultar es vastísimo. Nos alegraremos con un símbolo, el del dedo eficaz de Dios, a menudo elogiado en la Biblia. Pues bien, toda la historia, la misión, la figura y la grandeza del Bautista están encerrados en ese índice poderoso apuntando hacia el Crucifijo que Matthias Grünewald pintó en el  Retablo de Isenheim del museo de Colmar. Todo el misterio del acto creativo descrito en el libro del Génesis está en el índice “imperativo” del Creador miguelangelesco que despierta al ser el índice amodorrado de Adán. Y toda la redención “re-creadora” que se crea en la vida del publicano Leví y en la cita que Caravaggio hace de Miguel Ángel en ese índice que Cristo apunta sobre el futuro apóstol Mateo, en la célebre tela de S. Luigi dei Francesi en Roma.

El arte y las varias expresiones culturales pueden, por tanto, revelarse repetidamente animadas por el imaginario y por la ideología bíblica. Recíprocamente la tradición cultural se convierte en clave de interpretación – ya libre, ya correcta, ya desviada – por la misma Escritura, tanto que un teólogo como Marie-Dominique Chenu, en su volumen sobre Teología en el siglo XII (1957), confesaba: «Si tuviera que rehacer esta obra daría una mayor atención a la historia de las artes, sea literaria sea plástica, porque ellas no son solamente ilustraciones estéticas, sino verdaderos lugares teológicos». Todo esto es justificado además en el hecho que la Biblia, incluso siendo un texto teológico en su última finalidad, es también una obra literaria, dotada de una extraordinaria fuerza expresiva propia y adopta la vía simbólica como camino para decir Dios y el sentido último del ser y del existir, del cosmos y de la historia humana. Escindir el mensaje y su expresión, lenguaje y lengua, verdad y belleza es, por lo tanto, una herida a la misma realidad de la Encarnación donde Lógos y sarx, Palabra y palabras son entrelazadas entre ellas de manera inescindible.