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Ravasi

En ocasión de la Ceremonia de Inauguración del Año Internacional de la Luz, UNESCO 2015

La luz, arquetipo simbólico universal

En todas las culturas la luz pasa de fenómeno físico a arquetipo simbólico, dotado de un vastísimo espectro de iridiscencias metafóricas, sobre todo de calidad religiosa. La conexión primaria es de naturaleza cosmológica: el ingreso de la luz marca el íncipit absoluto de la creación en su ser y existir. Es emblemático el mismo inicio de la Biblia, que sigue siendo el “gran código” de la cultura occidental: Wayy’omer ʼelohȋm: Yehȋ ʼôr. Wayyehȋ ʼôr, «Dios dijo: “¡Haya luz!” y hubo luz» (Génesis 1,3). Un evento sonoro divino, una especie de Big bang trascendente, genera una epifanía luminosa: se resquebraja, así, el silencio y la tiniebla del nada para hacer desembocar la creación.

También en la antigua cultura egipcia, el irradiarse de la luz acompaña la primera alba cósmica, marcada por un gran nenúfar que sale de las aguas primordiales generando el sol. Será sobre todo este astro el que se convertirá en el corazón mismo de la teología del Egipto faraónico, en particular con las divinidades divinas solares Amón y Atón. Este último dios, con Amenofis IV-Akenatón (s. XIV a. C.), se convertirá en el centro de una especie de reforma monoteísta, cantada por el mismo faraón en un espléndido Himno a Atón, el disco solar: tal reforma, sin embargo, pasará como un meteorito de breve duración en el cielo del tradicional politeísmo solar egipcio.

Igualmente la arcaica teología indiana del Rig-Veda consideraba la divinidad creadora Prayápati como un sonido primordial que explotaba en una miríada de luces, de creaturas, de armonías. No en vano, en otro movimiento religioso que se originó en esa misma tierra, su gran fundador asumirá el título sagrado de Buddha, que significa precisamente “el Iluminado”. Y para añadir, en épocas históricas más cercanas a nosotros, también el Islam elegirá la luz como símbolo teológico, tanto es verdad que una “sura” completa del Corán, la XXIV, será titulada An-nûr, “la Luz”. En su interior un versículo será destinado a un enorme suceso y a una aguda exégesis en la tradición “sufí” (en particular con el pensador místico Al-Ghazali en los ss. XI-XII).

Es el verso 35 el que dice: «Dios es luz en el cielo y sobre la tierra. Su luz es como la de una lámpara colocada en un nicho. La lámpara está encerrada en un cristal, es como una estrella por el esplendor luminosísimo y es encendida por el aceite de un olivo bendito… Luz sobre luz es Dios. Él guía a quien ama hacia su luz». Se podría continuar abundantemente en esta ejemplificación pasando a través de las múltiples expresiones culturales y religiosas de Oriente y Occidente que adoptan como fundamento teológico un dato que está en la raíz de la experiencia común de la existencia humana. La vida, efectivamente, es un “venir a la luz” (como en muchas lenguas es definido el nacimiento), y es un vivir en la luz del sol o guiados en la noche por la luz de la luna y de las estrellas.

La luz como símbolo “teo-lógico”

Dados los límites de nuestro análisis, ahora nos contentaremos solamente con dos observaciones esenciales, destinadas sólo a hacer intuir la complejidad de la elaboración simbólica edificada sobre esta realidad cósmica. Por un lado, profundizaremos en la cualidad “teo-lógica” de la luz, por la que es una analogía para hablar de Dios; por otro, examinaremos la dialéctica luz-tinieblas en su valor moral y espiritual. Tendremos como punto de referencia ejemplificativo la Biblia, que ha generado para la cultura occidental un “léxico” ideológico e iconográfico fundamental. La Biblia puede ofrecernos un paradigma sistemático ejemplar general, dotado de una coherencia interna significativa. Las Escrituras judío-cristianas han sido, por lo demás, un  reclamo cultural capital por siglos enteros, tal como reconocía un testigo irreprensible y alternativo como el filósofo Friederich Nietzsche: «Entre lo que experimentamos en la lectura de Píndaro o de Petrarca y la lectura de los Salmos bíblicos, existe la misma diferencia que entre la tierra extranjera y la patria» (“materiales preparativos” para Aurora).

A diferencia de otras civilizaciones que, de modo simplificado, identifican la luz (sobre todo solar), con la misma divinidad, la Biblia introduce una distinción significativa: la luz no es Dios, sino que Dios es luz. Se excluye, por eso, un aspecto real panteísta, y se introduce una perspectiva simbólica que conserva la trascendencia, incluso afirmando una presencia de la divinidad en la luz, que es considerada, sin embargo, “obra de sus manos”. Se deben entender así las afirmaciones que acompañan los escritos neotestamentarios atribuidos al evangelista Juan. En ellos se declara: ho Theòs phôs estín, “Dios es luz” (1 Juan 1, 8). Cristo mismo se auto presenta así: egô eímì to phôs tou kósmou, “yo soy la luz del mundo” (Juan 8, 12). En esta línea está el himno  que abre el Evangelio de Juan, obra de arte literaria y teológica, donde el Lógos, el Verbo-Cristo, es presentado como «luz verdadera que ilumina a cada hombre» (1, 9).

Esta última expresión es significativa. La luz es asumida como símbolo de la revelación de Dios y de su presencia en la historia. Por un lado, Dios es trascendente y eso es expresado por el hecho que la luz es externa a nosotros, nos precede, nos excede, nos supera. Dios, sin embargo, está también presente y activo en la creación y en la historia humana, mostrándose inmanente, y esto se ilustra en el hecho de que la luz nos envuelve, nos distingue, nos calienta, nos impregna. Por esto también el fiel se vuelve luminoso: piénsese en el rostro irradiado de luz de Moisés después de haber estado en diálogo con Dios en la cima del Sinaí (Éxodo 34, 33-35). También el fiel justo se convierte en fuente de luz, una vez que se ha dejado envolver por la luz divina, como afirma Jesús en su célebre “discurso de la Montaña”: «Ustedes son la luz del mundo… Brille así su luz delante de los hombres» (Mateo 5, 14.16).

Siempre en esta línea, si la tradición pitagórica imaginaba que las almas de los fieles difuntos se transformaban en las estrellas de la Vía Láctea, el libro bíblico de Daniel asume quizá esta intuición, pero la libra de su realismo inmamentista transformándola en una metáfora ético-escatológica: «Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento y los que enseñaron a la multitud la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad» (12, 3). Y en el cristianismo romano de los primeros siglos – después de que se escogiera la fecha del 25 de diciembre para la Natividad de Cristo (esa fecha era la fiesta pagana del dios Sol en el solsticio de invierno, que marcaba el inicio del encendido de la luz, antes humillada por la oscuridad invernal) – se comenzará, en las inscripciones sepulcrales, a definir al cristiano sepultado ahí como eliópais, «hijo del Sol». La luz que irradiaba Cristo-Sol estaba, así, destinada a envolver también al cristiano.

Incluso en la sucesiva tradición cristiana, se establecerá una especie de sistema solar teológico: Cristo es el sol; la Iglesia es la luna, que brilla con luz reflejada; los cristianos son astros, no dotados de luz propia, pero iluminados por la suprema luz celeste. Que se trate de una visión exquisitamente simbólica, destinada a exaltar la revelación y la comunión entre la trascendencia divina y la realidad histórica humana, parece evidente en un pasaje sorprendente, aunque coherente, del último libro bíblico, el Apocalipsis, donde en la descripción de la ciudad ideal del futuro escatológico perfecto, la Jerusalén nueva y celeste, se proclama: «No habrá más noche y no se necesitarán más luz de lámpara ni luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará» (22, 5). La comunión de la humanidad con Dios será entonces plena y cada símbolo declinará para dejar espacio a la verdad del encuentro directo.

La dialéctica luz-tiniebla

Es interesante notar que en el texto citado se menciona el final de la noche y, por lo tanto, del ritmo circadiano. Es este un tópos característico de la escatología (es decir, del fin de los tiempos), como se lee en el libro del profeta Zacarías el cual, cuando describe el fin de la historia, lo representa como «un día único; no habrá día y luego noche, sino que a la hora de la tarde habrá luz» (14, 7). Después, en la realidad histórica ese ritmo cotidiano entre luz y oscuridad continúa, y se convierte en un signo de naturaleza ético-metafísica. Pretendemos hablar de la dialéctica luz-tiniebla que aparece en el texto arriba citado del libro del Génesis. El acto creativo divino, expresado mediante la imagen de la “separación”, pone orden en el “desorden” de la nada. «Dios vio que la luz era buena y Dios separó la luz de las tinieblas. Dios llamó a la luz día, mientras que llamó a las tinieblas noche» (Génesis 1, 4-5).

Es significativa la definición de la luz como realidad tôb, un adjetivo hebreo que es contemporáneamente ético-estético-práctico y, por eso, designa algo que es bueno, bello y útil. En contraste, entonces, la tiniebla es la negación del ser, de la vida, del bien, de la verdad. Por esta razón, mientras el zenit paradisíaco está inmerso en el esplendor de la luz, el nadir infernal está envuelto por la oscuridad, como se lee en el libro bíblico de Job donde los infiernos son descritos como «el país de las tinieblas y de las sombras mortales, el país de la oscuridad y de la opacidad, donde la misma claridad es como la calígine».

Por el mismo motivo, la antítesis luz-tiniebla se transforma en un paradigma moral y espiritual. Es lo que aparece en muchas culturas y tiene su ápice en el citado himno-prólogo del Evangelio de Juan, donde la luz del Verbo divino «brilla en las tinieblas y las tinieblas no la vencieron» (1, 5). Y más adelante, en el mismo cuarto Evangelio, se lee: «Vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz… el que obra la verdad va a la luz» (Juan 3,19-21). También en la comunidad judía, activa desde el siglo I a. C. en adelante, descubierta en Qumrán en las orillas occidentales del mar Muerto, un texto describe «la guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas», siguiendo un módulo simbólico constante para definir el contraste entre bien y mal, entre elegidos y rechazados.

Este dualismo se refleja también en la oposición ángeles-demonios o en los principios antitéticos yang-yin, en las divinidades en lucha mutua como Marduk creador y la Tiamat destructora, divinidades de las cosmogonías babilónicas, o como Ormuz (o Ahura Mazda) y Ahriman de la religión persa mazdeista o como Deva y Asura en el mundo indiano. La misma dialéctica adquiere una nueva forma en el horizonte místico, cuando se introduce el tema de la “noche oscura”, explorada por un grande autor místico y poético del siglo XVI español, san Juan de la Cruz. En este caso, el tormento, la prueba y la espera de la noche del espíritu es como un vientre fecundo que preanuncia a la generación de la luz de la revelación y del encuentro con Dios.

En síntesis podremos compartir la afirmación de Ariel en el Fausto de Goethe: Welch Getöse bringt das Licht!, «¡Qué estrépito produce la luz!» (II, acto I, v. 4671). Esta afirmación es, efectivamente, un signo glorioso y vital, es una metáfora sagrada y trascendente, pero no inofensiva, puesto que genera tensión con su opuesto, la tiniebla, transformándose en símbolo de la lucha moral y existencial. Su irradiación, por ende, del cosmos traspasa en la historia, del infinito baja al finito y es por lo que la humanidad anhela la luz, como en el grito final que se atribuye al mismo Goethe, Mehr Licht!, “¡más luz!”: en sentido físico, a causa del velarse de los ojos en la agonía, pero además en sentido existencial y espiritual de anhelo a una epifanía suprema de luz. Es aquello que invocaba el antiguo poeta hebreo de los Salmos: «¡En ti, oh Dios, está la fuente de la vida, y tu luz nos hace ver la luz!» (Salmo 36,10).

Card. GIANFRANCO RAVASI

19 enero 2015