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El dinamismo intercultural y el diálogo entre la Iglesia y la Cultura


Dr. Alfredo García Quesada

Consultor del Consejo Pontificio de la Cultura

y Profesor Principal adscrito al

Centro de Estudios de la Persona y la Cultura

de la Universidad Católica San Pablo (Perú)

Desde sus orígenes, la Iglesia ha estado en diálogo con las más diversas culturas que ha encontrando a lo largo de su bimilenaria historia. Este diálogo forma parte esencial de su misión evangelizadora. No podía ser de otra manera, pues la cultura es el modo como el ser humano intenta cultivarlo todo para que redunde en bien del propio ser humano, y la fe de la Iglesia es, precisamente, acogida de la Revelación de Dios que se hace hombre para mostrarle al propio ser humano el camino de una humanización integral y plena. Desde esta perspectiva, el diálogo entre la fe y la cultura tiene su referente modélico en los mismos Evangelios, es decir, en el modo como el Señor Jesús anunciaba, dialogando reverentemente con sus contemporáneos, valorando y asumiendo figuras y expresiones de su situación cultural concreta para tornarles más comprensible la Buena Nueva.

Ya en nuestro tiempo, el Concilio Vaticano II representó un momento fuerte de autoconciencia de la Iglesia sobre este diálogo evangelizador ante la compleja cultura que se forjaba a fines del segundo milenio de nuestra fe. La constitución pastoral Gaudium et spes —aunque sin excluir todos los otros documentos conciliares— puede ser comprendida, toda ella —y no solo el capítulo II de su Segunda Parte, dedicado específicamente al tema de la cultura—, dentro de esa perspectiva dialogal. Desde entonces, la atención que los pontífices han dedicado a la cuestión cultural ha ido in crescendo. Pablo VI, en Evangelii nuntiandi, habiendo calificado la ruptura entre la fe y la cultura como «el drama de nuestro tiempo», acuñó la expresión «evangelización de la cultura» para indicar la disposición que se hacía necesaria para que la Iglesia responda a ese drama[1]. Juan Pablo II, que puso la cuestión del vínculo entre la fe y la cultura como hilo conductor de prácticamente todo su pontificado, creó en 1982 el Consejo Pontificio de la Cultura como expresión de la conciencia de que «el diálogo de la Iglesia con las culturas de nuestro tiempo es un campo vital, donde se juega el destino del mundo»[2].

Y ahora, Benedicto XVI nos viene educando y sorprendiendo con hondos y audaces diálogos con diversos interlocutores, para enfatizar que resulta urgente el esfuerzo continuo por «dar razones de nuestra fe» (véase 1 P 3, 15) ante amplios escenarios culturales que tienden, cada vez más, a olvidarse de Dios. Así, reconociéndose que desde el Concilio Vaticano II hay una perspectiva común en el magisterio de los últimos pontífices en torno a la relevancia y urgencia del diálogo entre fe y cultura —siempre comprendido como dinamismo intrínseco del horizonte evangelizador de la Iglesia—, parece conveniente detenernos a reflexionar acerca de los acentos y matices específicos sobre este tema crucial que se pueden descubrir en las últimas orientaciones del Santo Padre.

1.      El dinamismo intercultural

Una de las aproximaciones más características del Papa cuando trata acerca de la diversidad de culturas que —en cuanto plasmaciones socio-históricas particulares— pueblan el mapa del mundo se concentra en el concepto de interculturalidad. Se trata de un término que, aunque es también usado en ámbitos académicos y en organismos internacionales, tiene un sentido muy específico en el magisterio pontificio de Benedicto XVI. Su sentido procede, precisamente, no de una mera consideración socio-histórica de la cultura, sino de la reafirmación de su hondo «trasfondo antropológico». Para explicarlo a partir de ideas del mismo Joseph Ratzinger —aunque previas a su pontificado—, la interculturalidad parte de la constatación de que en toda cultura hay un «fondo de verdad» y un «anhelo de unidad», que tienen su origen en la común naturaleza de los seres humanos[3]. Es esta raíz antropológica la que mueve o ha de mover a las culturas a una apertura recíproca y a un intercambio fecundo, es decir, a una fructuosa interculturalidad que permita ver más claramente y plasmar más ampliamente la riqueza que es propia del ser de la persona humana, facilitando así el camino hacia un destino humano mínimamente común, es decir, hacia la comprensión de las diferencias y convergencias entre las diversas culturas en el horizonte de «la unidad de la familia humana»[4].

Por ello, en tierras latinoamericanas, el Santo Padre subrayaba la siguiente perspectiva: «Las auténticas culturas no están cerradas en sí mismas ni petrificadas en un determinado punto de la historia, sino que están abiertas, más aún, buscan el encuentro con otras culturas, esperan alcanzar la universalidad en el encuentro y el diálogo con otras formas de vida y con los elementos que puedan llevar a una nueva síntesis en la que se respete siempre la diversidad de las expresiones y de su realización cultural concreta»[5]. Perspectiva de apertura cultural, expresada en la idea de interculturalidad que tiene, pues, no solo como origen sino también como meta al ser humano integralmente considerado, tal como se puede constatar en esta enfática afirmación: «Ninguna cultura puede sentirse satisfecha de sí misma hasta que no descubra que debe estar atenta a las necesidades reales y profundas del hombre, de todo hombre»[6].

Es así que la afirmación fuerte de la dignidad universal de la persona humana —en cuanto fundamento de la cultura y de las culturas— conlleva el dinamismo de apertura en cualquier dinamismo cultural, ya que la persona humana manifiesta en su propio ser la relacionalidad como un dato antropológico esencial[7]. En cambio, la afirmación débil de la persona —tal como es propuesta por el llamado «pensiero debole» por medio de consignas como aquella que sugiere el «adelgazamiento del sujeto»—, aunque pueda ser atractiva en cuanto crítica al arrogante subjetivismo moderno, no representa una solución, pues termina alimentando una actitud relativista que hace que las culturas y las personas no manifiesten una actitud de apertura, sino de cerrazón en sus perspectivas limitadas. En su mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, de diciembre de 2006, el Papa señalaba con su acostumbrada lucidez: «[…] son muchos en nuestros tiempos los que niegan la existencia de una naturaleza humana específica, haciendo así posible las más extravagantes interpretaciones de las dimensiones constitutivas esenciales del ser humano. También en esto se necesita claridad: una consideración “débil” de la persona, que dé pie a cualquier concepción, incluso excéntrica, solo en apariencia favorece la paz. En realidad, impide el diálogo auténtico y abre las puertas a la intervención de imposiciones autoritarias, terminando así por dejar indefensa a la persona misma y, en consecuencia, presa fácil de la opresión y la violencia»[8].

En el horizonte de la interculturalidad, la atención seria y reverente a la identidad específica de los interlocutores resulta esencial. Esta es una base indispensable para el diálogo entre las culturas tal como es comprendido por el Papa. No se trata de un diálogo soso en búsqueda de componendas o consensos frágiles, sino que para ser verdaderamente fecundo ha de tomarse en serio la pregunta acerca de «lo que hay de verdad» en la propia cultura y en la cultura con la que se dialoga. Por ello, en su última encíclica el Papa sale al encuentro de las diversas formas como se comprende hoy el contacto entre las culturas, apreciando el valor que se viene dando a la interculturalidad y al diálogo cultural, pero señalando, al mismo tiempo, ciertas insuficiencias: «Hoy, las posibilidades de interacción entre las culturas han aumentado notablemente, dando lugar a nuevas perspectivas de diálogo intercultural, un diálogo que, para ser eficaz, ha de tener como punto de partida una toma de conciencia de la identidad específica de los diversos interlocutores. Pero no se ha de olvidar que la progresiva mercantilización de los intercambios culturales aumenta hoy un doble riesgo. Se nota, en primer lugar, un eclecticismo cultural […] y existe, en segundo lugar, el peligro opuesto de rebajar la cultura y homologar los comportamientos y estilos de vida»[9].

La expresión «eclecticismo cultural» se refiere a la yuxtaposición o conjunción de culturas pero manteniéndolas en sus diferencias sin la aspiración a ningún principio integrador que pueda promover un «verdadero diálogo intercultural». Se trata, pues, de un relativismo cultural que conduce a la autoclausura de cada cultura en su perspectiva particular, negando a priori cualquier perspectiva universal, es decir, que pueda ser válida para todas las culturas. En un sentido contrario, la «homologación cultural» se refiere a la eliminación de las particularidades de cada cultura, de sus riquezas específicas, de los estilos de vida diferenciados que surgen del intento de responder a las preguntas que plantea la existencia humana. Se trata, pues, de una nivelación o, como dice el Papa, de un «rebajamiento» de las culturas, que pretende tornar igual lo que en verdad es diferente. «El eclecticismo y el bajo nivel cultural —concluye el Santo Padre— coinciden en separar la cultura de la naturaleza humana. Así, las culturas ya no saben encontrar su lugar en una naturaleza que las transciende, terminando por reducir al hombre a mero dato cultural. Cuando esto ocurre, la humanidad corre nuevos riesgos de sometimiento y manipulación»[10].

 En esta misma encíclica hay un párrafo fundamental que, vinculando los temas de la cultura y del desarrollo de los pueblos, permite ver mejor el sentido benéfico de la interculturalidad en medio de las circunstancias complejas en que la humanidad se encuentra actualmente: «La cooperación para el desarrollo no debe contemplar solamente la dimensión económica; ha de ser una gran ocasión para el encuentro cultural y humano. Si los sujetos de la cooperación de los países económicamente desarrollados, como a veces sucede, no tienen en cuenta la identidad cultural propia y ajena, con sus valores humanos, no podrán entablar diálogo alguno con los ciudadanos de los países pobres. Si estos, a su vez, se abren con indiferencia y sin discernimiento a cualquier propuesta cultural, no estarán en condiciones de asumir la responsabilidad de su auténtico desarrollo»[11].

Y en una línea semejante a la planteada por Juan Pablo II en su encíclica Sollicitudo rei socialis, en la que se presentan consideraciones críticas no solo sobre el subdesarrollo, sino también sobre el superdesarrollo,[12] Benedicto XVI señala que «[…] las sociedades tecnológicamente avanzadas no deben confundir el propio desarrollo tecnológico con una presunta superioridad cultural, sino que deben redescubrir en sí mismas virtudes a veces olvidadas, que las han hecho florecer a lo largo de su historia». Por ello, en el redescubrimiento de tales virtudes y valores humanos una auténtica dinámica intercultural con las denominadas sociedades en crecimiento puede ser altamente benéfica. Lo que el Papa busca enfatizar es que la interculturalidad apunta —como lo indica el propio término— no a un dinamismo unilateral, sino a un dinamismo de intercambio recíproco entre las culturas, en donde la fe cristiana, aunque trascendente a las culturas, puede ofrecer también una contribución importante. Así, este importante párrafo de Caritas in veritate concluye de un modo que nos permite ingresar al núcleo de las presentes reflexiones en torno al diálogo entre la fe y la cultura: «En todas las culturas hay costras que limpiar y sombras que despejar. La fe cristiana, que se encarna en las culturas trascendiéndolas, puede ayudarlas a crecer en la convivencia y en la solidaridad universal, en beneficio del desarrollo comunitario y planetario»[13].

2.      El sentido del diálogo entre la fe y la cultura

En la senda de las afirmaciones de los últimos pontífices y de encuentros episcopales —como el de los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla, Santo Domingo y Aparecida—, que al tratar acerca de la cultura afirmaban que en su núcleo más esencial se encuentra la dimensión religiosa —es decir, la pregunta que el ser humano hace acerca del sentido último de la existencia, esto es, la pregunta por Dios—, así también Benedicto XVI subraya que «[…] la dimensión religiosa es intrínseca al hecho cultural, contribuye a la formación global de la persona y permite transformar el conocimiento en sabiduría de vida»[14]. Esta raíz religiosa —que se puede descubrir empíricamente en casi todas las culturas que se han conocido a lo largo de la historia, como explicitación de que el ser humano es un ser teologal— es un primer dato antropológico que reclama, desde el dinamismo interno de las culturas, el diálogo con la fe cristiana.

En un importante discurso que el Papa ofreció en Tierra Santa con ocasión del Encuentro con las Organizaciones para el Diálogo Interreligioso, se pueden encontrar luminosas pautas para comprender el sentido de esta religiosidad que anima desde dentro a las culturas pero que, al mismo tiempo, las impulsa a ir más allá de sí mismas. Enfatizando el dinamismo de apertura que es propio de toda cultura —siempre que esté realmente fundada en los dinamismos ónticos, relacionales, de la persona humana—, se señala que toda cultura «da y recibe», «configura y es configurada»[15], recordándose con ello aquel movimiento recíproco que da sentido a la interculturalidad. Sin embargo, la fe religiosa, cuando está vivamente presente en el núcleo de una cultura, amplifica este dinamismo de apertura, transfigurándolo en una tensión hacia la trascendencia que, por un lado, explica la razón por la que las culturas buscan ir más allá de sí mismas y, por el otro, ofrece la posibilidad de recibir ya no simplemente de otras culturas, sino de la Trascendencia misma respuestas a sus anhelos más esenciales: «[…] cada cultura, con su capacidad propia de dar y recibir, da expresión a la única naturaleza humana. Sin embargo, lo que es propio del individuo nunca se expresa plenamente a través de su cultura, sino que lo trasciende en la búsqueda constante de algo que está más allá»[16].

Así, afirmándose, una vez más, la común naturaleza del ser humano en cuanto base de toda cultura, se encuentra en este discurso del Santo Padre dos importantes afirmaciones que permiten una primera aproximación al sentido del diálogo entre la fe y la cultura: «La fe siempre se vive dentro de una cultura», pero, ante todo, «la fe religiosa presupone la verdad». El significado de estas dos afirmaciones se explica recurriendo al relato del llamado que Dios hace a Abraham para que salga de su tierra y se encamine hacia la tierra prometida. Dios, explica el Papa, llama a Abraham «en medio de su vida ordinaria», es decir, en medio de su cultura particular; pero el llamado de Dios es trascendente, es decir, viene de más allá de esa cultura, y aparece así como una irrupción que diseña un nuevo sendero no solo dentro de la cultura particular de Abraham, sino también en el ámbito de «encuentro con las culturas egipcia, hitita, sumeria, babilónica, persa y griega» al que ha sido impulsado por ese mismo llamado que lo sacó de su posible «aislamiento». Así, la fe, en cuanto acogida del llamado de Dios, se vive dentro de una o varias culturas, pero en la medida en que proviene de más allá de las culturas, contribuye a «enriquecerlas», «modelarlas» y «formarlas», ya no según las perspectivas siempre necesariamente limitadas de cualquier cultura, sino según los principios de aquello que es «universal», «absoluto» y «común» a todas las culturas: la Verdad, es decir, Dios mismo.[17]

Se ha de observar que este discurso fue pronunciado por el Papa ante un auditorio en donde estaban presentes judíos, musulmanes y cristianos. Y, en ese sentido, resulta mucho más significativo que el Santo Padre haya querido enfatizar, precisamente en ese contexto, que lo que impulsa y posibilita el auténtico diálogo entre las culturas, el diálogo entre las religiones que están en la raíz de tales culturas y, más específicamente, el diálogo entre la fe cristiana y las culturas, es justamente la verdad. Así se dirigía a quienes lo escucharon y aplaudieron en un pasaje particularmente elocuente de su discurso: «Aunque el medio por el cual comprendemos el descubrimiento y la comunicación de la verdad en parte es diferente de religión a religión, no debemos desalentarnos en nuestros esfuerzos por dar testimonio de la fuerza de la verdad. Juntos podemos proclamar que Dios existe y puede ser conocido, que la tierra es creación suya, que nosotros somos sus criaturas, y que él llama a cada hombre y a cada mujer a un estilo de vida que respete su plan para el mundo […] La verdad debe ser ofrecida a todos […] Lejos de amenazar la tolerancia de las diferencias o la pluralidad cultural, la verdad posibilita el consenso, hace que el debate público se mantenga razonable, honrado y justificable, y abre el camino a la paz. Promoviendo el deseo de obedecer a la verdad, de hecho ensancha nuestro concepto de razón y su ámbito de aplicación, y hace posible el diálogo genuino de las culturas y las religiones, tan urgentemente necesario hoy»[18].

El tipo de diálogo con las culturas que propone Benedicto XVI no es, pues, aquel modo de diálogo que esconde las diferencias o que se apresura a establecer consensos superficiales o de carácter diplomático, sino que es un diálogo que toma en serio la cuestión de la verdad como sentido teleológico que, precisamente, da origen al mismo diálogo. Así lo subraya también en la parte introductoria de su última encíclica: «[…] la verdad es “lógos” que crea “diá-logos” y, por tanto, comunicación y comunión. La verdad, rescatando a los hombres de las opiniones y de las sensaciones subjetivas, les permite llegar más allá de las determinaciones culturales e históricas y apreciar el valor y la sustancia de las cosas»[19].

Esta es una marca muy propia del magisterio de Benedicto XVI. Y dado que la verdad remite necesariamente a la razón, el diálogo entre la fe y la cultura es un diálogo que termina introduciendo —en el centro de su dinámica— el diálogo entre la fe y la razón. Este viene siendo uno de los grandes aportes de las hondas reflexiones pontificias: la explicitación del carácter razonable no solo de las culturas y de las religiones, sino, ante todo, de la fe cristiana. Fue ese uno de los sentidos más importantes del discurso que el Papa pronunció en la Universidad de Ratisbona, y que fue tan mal difundido y tan poco comprendido por la prensa internacional: «actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios»[20]. Con ello, el Papa invitaba a no abandonar la indagación que la razón debe hacer acerca de Dios y acerca del carácter razonable de la fe que lo acoge, evitándose así el postulado que solo ve en Dios una voluntad irracional arbitraria o que ve en la fe que acoge a Dios tan solo la irracionalidad de un fideísmo voluntarista o sentimental.

Pero si con ello quedaba claro que se invitaba a las tradiciones culturales y religiosas a redoblar su vínculo con los dinamismos de la razón que indaga por aquella verdad que, por principio, tiene que ser común y válida para todas ellas, pasó desapercibida la otra parte del discurso que es, precisamente, su conclusión, y en la que se levanta una crítica aguda contra ciertas formas de la razón occidental, es decir, contra aquel tipo de razón moldeado por una forma de cultura que excluye, a priori, la pregunta por Dios, con lo que se mutila a sí misma y se impide el diálogo con la mayoría de tradiciones culturales que tiene a la religión como su raíz y su centro. Conviene recordar este desatendido pasaje conclusivo del discurso de Ratisbona: «En el mundo occidental está muy difundida la opinión según la cual solo la razón positivista y las formas de la filosofía derivadas de ella son universales. Pero las culturas profundamente religiosas del mundo consideran que precisamente esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón constituye un ataque a sus convicciones más íntimas. Una razón que sea sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas […] escuchar las grandes experiencias y convicciones de las tradiciones religiosas de la humanidad, especialmente las de la fe cristiana, constituye una fuente de conocimiento; oponerse a ella sería una grave limitación de nuestra escucha y de nuestra respuesta […] Occidente, desde hace mucho, está amenazado por esta aversión a los interrogantes fundamentales de su razón, y así solo puede sufrir una gran pérdida. La valentía para abrirse a la amplitud de la razón, y no la negación de su grandeza, es el programa […] En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a este gran logos, a esta amplitud de la razón»[21].

Una razón ampliada o simplemente abierta —y no autoclausurada— al posible vínculo con Dios, es decir, a la religiosidad —que es lo que de más esencial existe en las grandes tradiciones culturales—, resulta, pues, indispensable para que se despliegue un verdadero diálogo con las culturas. Y en esta apertura dialogal con la religión y, especialmente, dice el Papa, con «las grandes experiencias y convicciones de la fe cristiana», la razón humana no solo se muestra fiel a sus interrogantes y dinamismos más propios, sino que se aproxima a una fuente de conocimiento que la razón sola —por sí misma— no podría obtener, y que, sin embargo, aparece como un conocimiento que, por un lado, responde a los anhelos racionales más profundos y, por el otro, termina invitando a la razón a que ahonde en ese conocimiento recibido para que se devele aún más su verdad. En su encíclica Spe salvi, el Santo Padre, refiriéndose ahora directamente al carácter único de la fe cristiana, sintetizaba esta perspectiva con asombrosa sencillez: «[…] Dios entra realmente en las cosas humanas a condición de que no solo lo pensemos nosotros, sino [de] que Él mismo salga a nuestro encuentro y nos hable. Por eso la razón necesita de la fe para llegar a ser totalmente ella misma: razón y fe se necesitan mutuamente para realizar su verdadera naturaleza y su misión»[22].

De ese modo, la fe cristiana, que es acogida de un Dios que realmente se abaja para hacernos partícipes de su vida —de un modo que la razón no habría sido capaz de imaginar—, aparece como la acogida de un acontecimiento sin precedentes, esto es, de una realidad divina plenamente revelada[23], que se ofrece como la mayor contribución que pueden recibir la razón, las culturas y las religiones que caminan en búsqueda del sentido último de la existencia humana. En ese sentido, son luminosas las palabras que el Papa pronunció en Francia en su encuentro con el mundo de la cultura: «[…] los cristianos de la Iglesia naciente no consideraron su anuncio misionero como una propaganda, que debiera servir para que el propio grupo creciera, sino como una necesidad intrínseca derivada de la naturaleza de su fe: el Dios en el que creían era el Dios de todos, el Dios uno y verdadero que se había mostrado en la historia de Israel y finalmente en su Hijo, dando así la respuesta que tenía en cuenta a todos y que, en su intimidad, todos los hombres esperan. La universalidad de Dios y la universalidad de la razón abierta hacia Él constituían para ellos la motivación y también el deber del anuncio. Para ellos la fe no pertenecía a las costumbres culturales, diversas según los pueblos, sino al ámbito de la verdad que igualmente tiene en cuenta a todos»[24].

Este es, pues, el sentido del diálogo entre la fe cristiana y la cultura, la convicción profunda de que todos tienen el derecho de conocer la real manifestación de Dios y que, por ello, esta no se puede esconder entre un pequeño grupo de privilegiados, sino que se debe proclamar «desde las terrazas» (véase Mt 10, 27; Lc 12, 3), es decir, de un modo abierto y público, para bien de toda y cualquier cultura. Es dentro de este horizonte de profundo sentido de responsabilidad ante la magnitud del bien recibido en donde hay que situar expresiones como las que el Papa ofreció en el Capitolio de Roma, y que viene repitiendo en diversos foros públicos, nacionales e internacionales: «El cristianismo es portador de un mensaje luminoso sobre la verdad del hombre, y la Iglesia, depositaria de este mensaje, es consciente de su propia responsabilidad con respecto a la cultura contemporánea».[25]

Sería innecesario decir que este aporte no se puede plantear nunca de modo impositivo y que se ha de ofrecer siempre en el horizonte de un diálogo propositivo, siguiendo el ejemplo de Jesús de Nazaret, pero, ante la «dictadura del relativismo» que se apresura en etiquetar cualquier humilde ofrecimiento de verdad como dogmático, fundamentalista o totalitario, el Papa ha juzgado conveniente subrayar en diversas ocasiones el indispensable respeto a la libertad humana en cuyo marco se despliega este diálogo entre la fe cristiana y la cultura. Así, ante el embajador de Alemania en la Santa Sede, decía: «[…] la Iglesia no se impone. No obliga a ninguna persona a acoger el mensaje del Evangelio. De hecho, la fe en Jesucristo anunciada por la Iglesia solo puede existir en la libertad»[26]. Sin embargo, para dejar claro que este sentido de libertad no se confunde con la mera arbitrariedad que cancela, sin más, cualquier nexo entre libertad y verdad, el Santo Padre explicaba ante la Curia Romana: «[…] si la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad […] Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya solo mediante un proceso de convicción»[27].

Para hacer más comprensible a nuestros contemporáneos esta «dignidad interior de la verdad» que se encuentra en la fe cristiana es que se plantea el diálogo atento con las culturas de nuestro tiempo. En ese sentido, el Papa, dentro de su amplio espíritu de apertura y de escucha, compartía —en su discurso a la Curia Romana del año siguiente— el recuerdo de aquella apreciación del filósofo alemán Jürgen Habermas cuando, en el encuentro que tuvo con él antes de asumir el pontificado, decía que «[…] nos hacían falta pensadores capaces de traducir las convicciones cifradas de la fe cristiana al lenguaje del mundo secularizado para hacerlas así eficaces de nuevo»[28]. Y en esto consiste, precisamente, la evangelización de la cultura, es decir, en hacer comprensible a nuestros contemporáneos el sentido existencial de la fe cristiana en medio de una dramática situación en la que —como diagnosticaba el Papa en su memorable discurso en Verona— «Dios queda excluido de la cultura y de la vida pública, y la fe en él resulta más difícil, entre otras razones porque vivimos en un mundo que se presenta casi siempre como obra nuestra, en el cual, por decirlo así, Dios no aparece ya directamente, da la impresión de que ya es superfluo, más aún, extraño».[29]

No hay que perder de vista —afirmaba el Papa en ese mismo discurso— que en este diálogo evangelizador no se excluye sino, más bien, se promueve y se asume como benéfico para la fe cristiana todo lo que de bueno y noble pueda existir en las diversas expresiones culturales de nuestro tiempo —al modo como los primeros cristianos, por ejemplo, tomaron de la filosofía griega algunos elementos para una mejor comprensión y difusión de la fe cristiana—[30]. Los cristianos, sin embargo, «no ignoran y no subestiman la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que es una amenaza para el camino del hombre en todo contexto histórico. En particular, no descuidan las tensiones interiores y las contradicciones de nuestra época. Por eso, la obra de evangelización nunca consiste solo en adaptarse a las culturas»[31].

 Así, se hace nítido el sentido del diálogo entre la fe cristiana y la cultura, propuesto de modo hondo y muchas veces audaz en el magisterio de Benedicto XVI. Este sentido se ubica, con sus acentos específicos, en la misma senda del llamado que hiciera Pablo VI a todos los miembros de la Iglesia a evangelizar la cultura, es decir, a ofrecer un reverente «servicio evangelizador» en los nuevos contextos culturales, un esfuerzo redoblado para comunicar, de un modo que sea comprensible a los hombres de nuestro tiempo, la esencia de nuestra fe, Jesucristo, porque Él —subrayaba Benedicto XVI en uno de sus discursos en tierras latinoamericanas— «siendo realmente el Logos encarnado, “el amor hasta el extremo”, no es ajeno a cultura alguna ni a ninguna persona; por el contrario, la respuesta anhelada en el corazón de las culturas es lo que les da su identidad última, uniendo a la humanidad y respetando a la vez la riqueza de las diversidades, abriendo a todos al crecimiento en la verdadera humanización»[32].

  1. El diálogo entre la Iglesia y las culturas en América Latina

En ese sentido, la Iglesia en América Latina, desde el renovador impulso del Concilio Vaticano II, ha realizado un enorme esfuerzo de diálogo con los modos culturales de nuestro espacio y de nuestro tiempo. Un diálogo que le ha permitido afinar su propia misión evangelizadora, no sólo a partir de la atención y acogida de diversas expresiones culturales latinoamericanas, sino, sobre todo, a partir de una honda visión antropológica que, sustentada en una perspectiva cristocéntrica, ha hecho que se descubran en las culturas particulares ciertos horizontes que, para ellas, podían no ser tan evidentes. Ello resulta claro en los documentos conclusivos de las últimas Conferencias Generales del Episcopado latinoamericano.

Así, a partir del diálogo actualizado con el mundo —planteado por el Concilio para manifestar más claramente que las alegrías y esperanzas, tristezas y angustias de los hombres son compartidos y acompañados por la Iglesia[33]— los pastores latinoamericanos asumieron, en su II Conferencia General, realizada en Medellín en 1968, tres años después de la clausura del Concilio, que debían comprender mejor los signos de los cambios epocales en la realidad latinoamericana, para poder dialogar más adecuadamente con los hombres y mujeres de nuestras tierras, pero enfatizando que ese diálogo tenía su origen en aquella conciencia mayor, intensificada por el Concilio, acerca de la propia identidad y misión eclesiales. Ello se deja ver claramente en las expresiones contenidas en el tema elegido para este encuentro episcopal: Presencia de la Iglesia en la actual transformación de América Latina, a la luz del Concilio Vaticano II.

Resulta, por otro lado, significativo, que las últimas páginas de la Constitución pastoral Gaudium et spes, referidas al diálogo con los hombres de hoy, hayan sido citadas, precisamente, en uno de los últimos números que cierra el documento de conclusiones de Medellín[34]. El hecho de que este número se encuentre en un capítulo específico, referido a los medios de comunicación social, no esconde sino que incluso resalta mejor que los obispos latinoamericanos tuvieron en mente, en todos los temas que abordaron, que la efectividad del diálogo con el mundo depende de la vivencia cada vez más plena de la razón de ser de la Iglesia de Cristo, del “sentire cum Ecclesia” y del despliegue ad extra del sentido de la dinámica dialogal que la Iglesia ha venido practicando, en su seno, desde sus inicios. El texto conciliar, recogido por Medellín, es el siguiente: «La Iglesia, en virtud de la misión que tiene de iluminar a todo el orbe con el mensaje evangélico y de reunir en un solo Espíritu a todos los hombres de cualquier nación, raza o cultura, se convierte en señal de fraternidad que permite y consolida el diálogo sincero. Lo cual requiere, en primer lugar, que se promueva en el seno de la Iglesia la mutua estima, respeto y concordia, reconociendo todas las legítimas diversidades, para abrir, con fecundidad siempre creciente, el diálogo con todos los que integran el único pueblo de Dios, tanto pastores como fieles. Los lazos de unión de los cristianos son mucho más fuertes que los motivos de división entre ellos. Haya unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo»[35].

Este pasaje se puede comprender mejor a partir de la constatación de que Gaudium et spes no se entiende adecuadamente sin Lumen gentium, y, por otro lado, que Medellín no se comprende en sus fundamentos y alcances sin considerar ambos documentos conciliares. Efectivamente, el diálogo que la Iglesia promueve con el mundo tiene su origen en «la misión de reunir en un solo Espíritu a todos los hombres » (Gaudium et spes), y esta misión tiene su fuente en el hecho de que la Iglesia ya es «como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium). Evidentemente, esta unidad eclesial y, por ello, el diálogo al interior de la Iglesia, son una tarea permanente desde lo que la Iglesia ya es por gratuidad divina, y así, sólo un despliegue vivencial y coherente de esta identidad, puede convertirse en un testimonio creíble que fundamente un diálogo verdaderamente hondo y fructífero con una humanidad que tiene el derecho de conocer y comprender aquello que la Iglesia dice portar en su seno.

Desde este sentido fundamental del diálogo, los obispos latinoamericanos escrutaron los “signos de los tiempos” —de acuerdo a la sugerencia del Concilio— y se dejaron interpelar por los modos como éstos se manifestaban, de forma más específica, en tierras latinoamericanas. Así, el énfasis puesto al tema del desarrollo integral de nuestros pueblos, en el horizonte de la evangelización, fue un aporte específico de Medellín en atención al clamor de las injusticias y, en general, del subdesarrollo, así como en respuesta a teorías desarrollistas o modernizadoras que sugerían el abandono de las tradiciones culturales más ricas de nuestros pueblos[36]. Fue, pues, un diálogo que, fundamentado en el ser mismo de la Iglesia, estuvo en mejor capacidad de escuchar las inquietudes de los pueblos latinoamericanos, y que, impulsado desde la misión de la Iglesia, se hizo verdaderamente encarnatorio, haciendo que, en camino inverso, lo específicamente latinoamericano se reflejase también en la perspectiva pastoral propuesta: «Nuestra palabra de Pastores quiere ser signo de compromiso. Como hombres latinoamericanos, compartimos la historia de nuestro pueblo. El pasado nos configura definitivamente como seres latinoamericanos; el presente nos pone en una coyuntura decisiva y el futuro nos exige una tarea creadora en el proceso de desarrollo»[37].

La forma como se resalta en Medellín la necesidad del diálogo intergeneracional[38], del diálogo entre la teología y las otras ramas del saber[39] —o, más ampliamente, entre fe y razón—, así como del diálogo en los nuevos areópagos, sobre todo en el mundo de las comunicaciones sociales[40], revela claramente que, aun cuando el tema de la cultura no fue explicitado y desarrollado al modo como ocurriría en las siguientes Conferencias Generales, el destaque de tales componentes fundamentales de la cuestión cultural respondía a una clara intuición de que el diálogo más relevante a desplegar en los años siguientes sería aquel que corresponde al diálogo entre la Iglesia y las culturas.

La III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, realizada en 1979, en Puebla de los Angeles y hondamente marcada por los ricos lineamientos de Evangelii nuntiandi, representó un momento privilegiado en que la Iglesia en América Latina ofreció sus más significativos aportes con respecto al encuentro dialogante con las culturas, propiciado desde el Concilio con las impostaciones de Medellín. Aun cuando la expresión “diálogo” no aparezca, en sí misma, demasiadas veces a lo largo del documento, se puede verificar, en el amplio conjunto de textos referidos a la “Evangelización de la Cultura”, el dinamismo dialogal que animaba el modo como la Iglesia deseaba cumplir su misión en medio de nuestros pueblos[41].

Esta comprensión del diálogo, no como una dinámica previa o posterior a la evangelización, sino como inherente al dinamismo propio de una evangelización rectamente entendida, se puede constatar en diversos pasajes que subrayan, por ejemplo, la necesidad de una «connatural capacidad de comprensión afectiva (...) para conocer y discernir las modalidades propias de nuestra cultura (...) y solidarizarse, en consecuencia, con ella en el seno de su historia»[42], o cuando se enfatiza que «las culturas no son terreno vacío, carente de auténticos valores» y que «la evangelización no es un proceso de destrucción, sino de consolidación y fortalecimiento de dichos valores»[43]; cuando se indica que el despliegue del mensaje evangélico se ha de dar considerando «el lenguaje antropológico y los símbolos de la cultura en que se inserta»[44]; cuando se recuerda que la evangelización no puede plantearse nunca como imposición sino como «anuncio e invitación»[45]; cuando se recomienda «el conocimiento de las condiciones culturales de nuestros pueblos y la compenetración con su estilo de vida»[46], cuando se propone insistentemente el «amor y cercanía al pueblo»[47]; cuando se resalta que se ha de tener una disposición encarnatoria en la cultura bajo el principio de que «lo que no es asumido no es redimido»[48]; o cuando se solicita prestar atención a la religión de nuestros pueblos «no sólo asumiéndola como objeto de evangelización sino también, por estar ya evangelizada, como fuerza activamente evangelizadora»[49].

En Puebla, la Iglesia en América Latina venía siendo desafiada por un creciente secularismo que, aunque no tan incisivo como en otras regiones del mundo, aparecía como un duro cuestionamiento en un continente que tiene su “matriz cultural” marcada por la fe de la Iglesia[50]. Esta situación, agravada por lecturas sesgadas del Concilio y de Medellín, que sugerían una comprensión inmanentista de la vida cristiana, así como por diversas lecturas sobre la realidad latinoamericana propias de algunas élites del mundo intelectual, gubernamental y empresarial, que sugerían el abandono de ciertas tradiciones religiosas populares para dar paso a la “modernización” de nuestros países, llevaron a que Puebla, desde una mirada posibilitada por la fe, desde una conciencia más clara de su contribución en la forja de nuestras culturas y desde una honda sintonía con la “memoria histórica” de nuestros pueblos, plantease que la religión es «lo esencial de la cultura»[51].

Ello contribuyó inmensamente a que la Iglesia comprendiese mejor el sentido del diálogo con las culturas, pues, representaba la afirmación de la identidad de los interlocutores, sin la cual el diálogo resulta pobre o inútil, es decir, significaba, por un lado, la afirmación del carácter esencialmente evangelizador de la Iglesia y, por otro lado, la afirmación del carácter esencialmente religioso de nuestros pueblos, en donde la “fe hecha cultura” se manifiesta, entre otros rostros, a través de la llamada “religiosidad popular”. Así, el dinamismo cultural de la fe terminaba apareciendo como una base común, preciosa y única, que hacía posible un diálogo fluido, connatural, entre la Iglesia y las culturas de nuestros pueblos latinoamericanos.

En ese sentido, el siguiente pasaje de Puebla, que resulta conveniente citar en toda su extensión, es suficientemente elocuente: «En América Latina, después de casi 500 años de la predicación del Evangelio y del bautismo generalizado de sus habitantes, esta evangelización ha de apelar a la “memoria cristiana de nuestros pueblos”. Será una labor de pedagogía pastoral, en la que el catolicismo popular sea asumido, purificado, completado y dinamizado por el Evangelio. Esto implica en la práctica, reanudar un diálogo pedagógico, a partir de los últimos eslabones que los evangelizadores de antaño dejaron en el corazón de nuestro pueblo. Para ello se requiere conocer los símbolos, el lenguaje silencioso, no verbal, del pueblo, con el fin de lograr, en un diálogo vital, comunicar la Buena Nueva mediante un proceso de reinformación catequética»[52].

Desde esta perspectiva fundamental, el documento de Puebla abordó otros aspectos del diálogo entre la Iglesia y la cultura. Así, en continuidad con Medellín, se enfatizó la importancia del diálogo en el ámbito de las comunicaciones sociales, pues, «para acompañar al hombre latinoamericano sobre la base del conocimiento de su quehacer diario y de los acontecimientos que influyen sobre él» la Iglesia debe tener canales propios que «aseguren la intercomunicación y el diálogo»[53]. Y, también proyectando otro diagnóstico y propuesta de Medellín, se subrayó que «es necesario un gran esfuerzo de diálogo interdisciplinario de la teología, la filosofía y las ciencias, en pos de nuevas síntesis»[54].

Acentuando los temas teológicos de la comunión y participación —que operaron como ejes transversales del documento— se insistió en el vínculo entre el diálogo y la evangelización, indicándose que «frente a la responsabilidad de la evangelización, la Iglesia Católica se abre un a un diálogo de comunión, buscando áreas de participación para el anuncio universal de la salvación»[55]. Para, finalmente, ofrecer, en esa misma línea de evangelización dialogante o diálogo evangelizador, uno de los textos más logrados, en el ámbito del pensamiento católico latinoamericano, con respecto al diálogo entre la Iglesia y las culturas: «En toda evangelización resuena la palabra de Cristo que es, a su vez, Palabra del Padre. Esa palabra busca la respuesta de la fe. Pero también la misma palabra, proclamada por la Iglesia, quiere entrar en fecundo intercambio con las manifestaciones religiosas y culturales que caracterizan el mundo pluralista de hoy. Esto es el diálogo, que tiene siempre un carácter testimonial, en el máximo respeto de la persona y de la identidad del interlocutor. El diálogo tiene sus exigencias de lealtad e integridad por ambas partes. No se opone a la universalidad de la proclamación del Evangelio sino que la completa por otra vía y salva siempre la obligación que incumbe a la Iglesia de compartir el Evangelio con todos»[56].

La IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano se desarrolló en 1992, en un contexto mundial bastante transfigurado no sólo por la caída del muro de Berlín, que decretó el fin de ciertas utopías mesiánicas, sino también por un ambiguo proceso de globalización, que se presentaba más bien como un dinamismo de homogeneización cultural, siendo que ambos fenómenos tuvieron importantes efectos en la cultura latinoamericana. En ese contexto, la Iglesia en América Latina percibía la expansión de un horizontalismo un tanto diferente al que se intentó introducir en el continente en décadas anteriores. Se trataba de una perspectiva secularista aparentemente menos combativa, pero tal vez más incisiva y capilar, que intentaba, así, corroer la fe cristiana de nuestros pueblos; una perspectiva inmanentista que buscaba “eternizar el instante” y, así, diluir la visión de futuro que en los cristianos viene alimentada por la virtud de la esperanza; una perspectiva que centrada en el “carpe diem” alimentaba el individualismo hedonista y utilitarista, disolviendo los lazos de caridad que la Iglesia había concretado en el tejido social de nuestros pueblos.

Ante este nuevo panorama, la Iglesia entendía que debía prepararse mejor en su servicio dialogal a nuestros pueblos. Había conciencia de que buena parte de los alejamientos o indiferencias de muchos de sus miembros con respecto a la fe recibida, se debían, precisamente, a una insuficiente comprensión existencial de la fe de la Iglesia[57]. Y, en ese sentido, si la Iglesia quería dialogar mejor con el pueblo bautizado y, en general, con el pueblo latinoamericano al que había acompañado durante siglos, se hacía necesario ahondar más en su propia identidad y en la capacidad de expresarla de un modo más vivo que resultase comprensible y, al mismo tiempo, cuestionador, en el nuevo contexto cultural que se diseñaba a fines del milenio, consciente de que «sólo una Iglesia evangelizada es capaz de evangelizar»[58].

Así, la conferencia de Santo Domingo, estuvo fuertemente marcada por el llamado pontificio a una Nueva Evangelización. Esta convocatoria invitaba a un “recentramiento” de la Iglesia en “lo esencial” de su fe, la persona de Jesucristo, el mismo ayer, hoy y siempre, para, desde ahí, desplegar una evangelización «nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión»[59]. De esa manera, al darse el diálogo, la Iglesia sería más fácilmente identificada por sus interlocutores y, por otro lado, comunicaría de un modo más comprensible aquello que, por mandato divino, tiene que 

En el inicio mismo de la segunda parte del documento, la más amplia de las tres que conforman el texto conclusivo, los obispos latinoamericanos decían: «A partir de la Nueva Evangelización, “el elemento englobante” o “idea central” que ha iluminado nuestra Conferencia (...) enfocaremos el desafío del diálogo entre el Evangelio y los distintos elementos que conforman nuestras culturas para purificarlas y perfeccionarlas desde dentro, con la enseñanza y el ejemplo de Jesús, hasta llegar a una Cultura Cristiana»[60].

 De esta manera, el documento de Santo Domingo no planteaba las coordenadas del diálogo como un intento de hacer más “potable” el mensaje cristiano, ni como estrategia en consonancia con lo que Toynbee denominaba la dinámica histórica del “desafío-respuesta”, sino que el sentido del diálogo venía dado por la fidelidad al modo como Dios, en la encarnación del Verbo, quiso transmitir su palabra en la historia humana, esto es, en diálogo encarnatorio con la criatura humana en sus formas culturales concretas[61].

De ahí el sentido de la expresión “cultura cristiana” que era puesta, de modo abiertamente transparente, como meta del diálogo entre la Iglesia y las culturas, pues este tipo de diálogo no es un mero “intercambio humano” sino que, si es verdadero, no puede sino llevar a que las culturas se descubran interpeladas y, consecuentemente, puedan encontrar respuesta a sus preguntas en Aquel que «es la medida de todo lo humano y, por tanto, también de la cultura»[62].

No fueron pocos, sin embargo, los que expresaron su rechazo o, por lo menos, sus reticencias ante esta expresión, por considerar que “ocultaba una estrategia de corte integrista”, en donde las culturas serían “absorbidas” en una homogeneizante unidad eclesial. Lo que estas críticas improcedentes no llegaban a comprender es que los obispos latinoamericanos plantearon el diálogo entre la Iglesia y las culturas no sólo a partir de una comprensión más esencial del “ser de la Iglesia”, sino también a partir de una comprensión más esencial del “ser de la cultura”. La cultura no era entendida como un “sistema cerrado”, como un “conjunto autorreferido de símbolos” o como un “espacio de representaciones sociales” sino, de modo más esencial, simplemente como «cultivo y expresión de todo lo humano»[63]. Y, en ese sentido, el diálogo entre la Iglesia —que no es sino prolongación del Dios hecho Hombre para que los hombres sean más hombres— y las culturas —que no son sino despliegue de modos de cultivo que apuntan a formas de vida cada vez más humanas— no podría frenar —pues ahí sí lo haría de modo artificial e impositivo— la posible y fluida configuración de nuevas síntesis, esto es, de variadas formas de cultura cristiana, es decir, de culturas inspiradas por la fe de la Iglesia.

Todo ello fue enfatizado por Santo Domingo cuando se explica el sentido de la “Evangelización de la Cultura”, de la “inculturación de la fe”[64] y de aquella otra expresión sugerente de Santo Domingo, “evangelización inculturada”[65], que precisaba mejor el sentido encarnatorio y dialogal de toda evangelización auténtica. Y, finalmente, cuando se esclarece el sentido de la expresión “cultura cristiana”, indicando que ella existe cuando «el sentir común de un pueblo ha sido penetrado interiormente hasta situar el mensaje evangélico en la base de su pensar, en sus principios fundamentales de vida, en sus criterios de juicio, en sus normas de acción»[66], es decir, cuando la ruptura del diálogo entre la Iglesia y las culturas, catalizada por la dinámica secularista, ha podido ser sanada y se ha conseguido alcanzar, de alguna manera, aquello que Evangelii nuntiandi veía como los frutos más preciosos de un auténtico encuentro dialogal entre la fe y las culturas.

Desde este horizonte, los obispos latinoamericanos reunidos en Santo Domingo, plantearon, en línea de continuidad con Medellín y Puebla, la necesidad de comprender y desplegar otras tantas dimensiones del diálogo entre la Iglesia y las culturas, como, por ejemplo, la urgencia de «intensificar el diálogo entre fe y ciencia, fe y expresiones, fe e instituciones, que son grandes ámbitos de la cultura moderna»[67] o la importancia de reafirmar el carácter esencial de la religión en las culturas y promover así, «el diálogo con las religiones no cristianas (...) indígenas o afroamericanas»[68], hasta llegar a la propuesta, sorprendentemente profética, de diálogo con el mundo musulmán, y también con la cultura judía, así como con otras formas de religiosidad que están de algún modo presentes en el continente[69].

La V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, realizada el año 2007 en Aparecida, tuvo la tarea de reflexionar en torno a los acelerados cambios culturales que se habían experimentado en los quince años posteriores a la realización de la Conferencia de Santo Domingo[70]. En ese intervalo, un fenómeno de impacto cultural particularmente notable había sido el surgimiento de nuevas formas de interconexión comunicacional suscitadas por el desarrollo de nuevas tecnologías, entre ellas Internet, que tornaban más accesible la información acerca del dinamismo cultural global, pero también acerca de las insoslayables diferencias entre las culturas.

Este sólo hecho resultaba suficiente para evidenciar la necesidad de ahondar en el sentido del dinamismo intercultural, así como en el afinamiento de los canales de diálogo entre la Iglesia y la cultura, más aún cuando el proceso de homogeneización cultural aparentemente liderado —luego de la caída del muro de Berlín— por una única potencia política mundial, había sido sustituido por un contexto imprevisible de diversos liderazgos multipolares, diseñándose un escenario bastante diferente al que había sido descrito quince años atrás en Santo Domingo.

Se verificaba también, luego del atentado del 11 de setiembre de 2001 y de  apreciaciones un tanto imprecisas y alarmistas —como la de Samuel Huntington acerca del inevitable “choque entre civilizaciones”— que el diálogo entre las religiones que Santo Domingo ya había apuntado de modo profético, se tornaba ahora indispensable, y, por ello, Aparecida dedicó todo un acápite específico al tema del “diálogo interreligioso”[71].   

Sin embargo, el documento de Aparecida fue más allá.  A la luz de la pregunta que hizo el Papa en su discurso inaugural acerca de “qué es la realidad”, los obispos latinoamericanos ofrecieron un lúcido análisis sobre la realidad de nuestro tiempo, en donde constataban que hoy el fenómeno cultural  más agudo era, precisamente, la ruptura con la misma realidad[72]. «La realidad —decían nuestros Pastores— se ha vuelto para el ser humano cada vez más opaca y compleja (…) se ha hecho difícil percibir la unidad de todos los fragmentos dispersos que resultan de la información que colectamos Es frecuente que algunos quieran mirar la realidad unilateralmente, desde la información económica, otros, desde la información política o científica, otros, desde el entretenimiento y el espectáculo. Sin embargo, ninguno de estos criterios parciales logra proponernos un significado coherente para todo lo que existe»[73].

Se podría decir que lo que Aparecida constataba era el modo como el nihilismo venía calando cada vez más hondamente en las culturas de nuestro tiempo, corroyendo el sentido fundamental del dinamismo cultural y poniendo así en peligro cualquier posibilidad de un auténtico diálogo entre las culturas y, consecuentemente, entre la Iglesia y las culturas. Efectivamente, si el nihilismo niega la realidad y, más directamente —como señalaba Juan Pablo II—, «niega la humanidad del hombre»[74], entonces la penetración del nihilismo en las culturas las priva de su fundamento y de su sentido que no es otro que el “cultivo del ser humano”. Vaciadas del sentido de lo humano, las culturas quedan reducidas a un conjunto de cosas, abstracciones o funciones, en donde el auténtico diálogo entre culturas, con vistas a la comprensión de un destino humano mínimamente común, deja de tener sentido, para ser sustituido por el juego de las imposiciones anónimas o de las arbitrariedades irracionales. Ello se expresa muchas veces en las prácticas ideologizadas del multiculturalismo, pues, como lo verifica el documento: «no basta suponer que la mera diversidad de puntos de vista, de opciones, y, finalmente, de informaciones, que suele recibir el nombre de pluri o multiculturalidad, resolverá el problema de la ausencia de un significado unitario para todo lo que existe»[75].

Ante esta situación, los obispos latinoamericanos planteaban la recuperación del “sentido de la realidad” a partir de lo que Benedicto XVI denominaba la “realidad fundante”, es decir, Dios, que es respuesta al sentido antropológico más hondo de la cultura, es decir, el sentido religioso, que, a su vez promueve, finalmente, el sentido del diálogo entre las culturas y entre la Iglesia y las culturas. «Lejos de llenar el vacío que en nuestra conciencia se produce por la falta de un sentido unitario de la vida, en muchas ocasiones, la información transmitida por los medios sólo nos distrae (…) Ello afecta, incluso, a ese núcleo más profundo de cada cultura, constituido por la experiencia religiosa (…) Por ello los cristianos necesitamos recomenzar desde Cristo (…) [en quien] la cultura puede volver a encontrar su centro y su profundidad, desde donde se puede mirar la realidad en el conjunto de todos sus factores»[76]. 

Desde esta amplia perspectiva ofrecida por Aparecida es como se pueden entender mejor todas las otras orientaciones que el documento ofrece en torno al dinamismo intercultural y al diálogo entre la Iglesia y la cultura. Así, los obispos latinoamericanos enfatizaron el sentido del diálogo de la Iglesia con las culturas indígenas y afroamericanas[77], con las ciencias y la tecnología[78], con las otras religiones[79], así como el dinamismo intercultural y dialogal que se debe preservar entre las generaciones al interior de las familias[80], en la transmisión y asimilación de las tradiciones culturales de nuestros pueblos[81] y al interior de la misma Iglesia[82], destacándose con relación a la responsabilidad que nos reúne en este evento, «las experiencias de los Centros de Fe y Cultura o Centros Culturales Católicos», mediante los cuales se busca «crear o dinamizar los grupos de diálogo entre la Iglesia y los formadores de opinión de los diversos campos»[83].

4.      A modo de conclusión

Comprendiendo la cultura, desde una perspectiva esencialmente antropológica, es decir, en cuanto “cultivo del hombre”, se sigue claramente la posibilidad y el sentido de un auténtico dinamismo intercultural, así como del diálogo más específico entre la Iglesia y las culturas, en la medida en que, en todos estos dinamismos dialógicos, el destinatario último es el mismo ser humano en cuanto situado en un proceso de cultivo y en un ámbito cultivado que apuntan hacia una humanización cada vez más plena.

Develar todo lo que hay de esencialmente humano en las culturas, sería, pues, un objetivo prioritario del diálogo entre las culturas y, más aún, entre una Iglesia, que se concibe como «experta en humanidad»[84], y las culturas, que aparecen como un «modo específico del “existir” y del “ser” del hombre»[85]. Alguien podría objetar que “lo humano” siempre está condicionado por cada perspectiva cultural particular y que, así, la tarea no está exenta de innumerables dificultades. Sin embargo, incluso sin entrar en importantes e imprescindibles cuestiones propias de la antropología metafísica o de la antropología teológica, se puede ya afirmar, desde una perspectiva simplemente fenomenológica, que el solo hecho de plantear como objetivo la “búsqueda de lo humano en las culturas” hace que el diálogo adquiera un sentido muy específico, diferente de aquel tipo de contacto intercultural que no se plantea explícitamente, aunque suponiéndola implícitamente, la pregunta sobre la común humanidad o sobre la posibilidad de un destino humano mínimamente común entre las culturas dialogantes.

Resulta del todo insuficiente comprender el diálogo intercultural como una mera “conversación edificante”[86], de corte simplemente esteticista, prescindiendo de la posibilidad del “reconocimiento mutuo” de “preguntas antropológicas comunes” aun cuando estén formuladas con matices “diferentes”[87]. En ese sentido, el paradigma relativista del “multiculturalismo”[88], al prescindir de la pregunta por lo específicamente humano en las culturas, ha terminado concibiéndolas como “islas” ambiguamente delimitadas que no tendrían otro tipo de relación que la señalada por un modo de “tolerancia” que ya no es diálogo, sino disposición unilateral para “soportar” algo que, en cuanto “soportable”, no es algo visto precisamente como bueno.

Y, sin embargo, como observa lúcidamente Robert Spaemann, «se debe dejar claro que la tolerancia no es de ningún modo, como se dice a veces, una consecuencia evidente del relativismo moral. La tolerancia se funda más bien en una determinada convicción moral que pretende tener validez universal. El relativismo moral, por el contrario, puede decir: ¿por qué debo ser yo tolerante? Cada cual debe vivir según su moral y la mía me permite ser violento e intolerante. Así, pues, para que resulte obvia la idea de tolerancia se debe tener ya una idea determinada de la dignidad del hombre»[89].

Con todo, comprender la cultura como “cultivo del hombre”, y no como un mero “sistema simbólico autorreferido”, abre puertas a una virtud social mayor que el respeto o la tolerancia: la solidaridad. Ya Max Scheler había planteado, a partir de intuiciones verdaderamente sugerentes, que ante las riquezas, pero también los límites que toda cultura tiene para comprender al ser humano, la “solidaridad entre culturas” es un camino absolutamente necesario, más aún en una etapa de la historia en que se experimenta un progresivo oscurecimiento de aspectos básicos de la condición humana que hasta no hace mucho tiempo atrás se juzgaban incuestionables[90].

Por otro lado, la comprensión de la cultura en su fundamentación antropológica —en cuanto “cultivo del hombre”— amplía el concepto de cultura de tal modo que el diálogo con las culturas no se reduce al diálogo con etnias o con grupos humanos, a veces artificialmente delimitados. Efectivamente, el diálogo de la Iglesia con las culturas ciertamente priorizará el encuentro con las culturas locales, nacionales, regionales y, más ampliamente, con la denominada “cultura global”, pero no puede desconocer que la cultura se presenta también a través de otros perfiles, como, por ejemplo, la cultura universitaria, la cultura juvenil, la cultura tecnológica, la cultura de los medios, la cultura artística, la cultura empresarial, la cultura familiar, la cultura de la solidaridad, la cultura de la vida, y tantas otras formas culturales que, en cuanto buscan “cultivar lo humano”, plantean a la Iglesia un horizonte muchísimo más “plural” de diálogo, que constituye, ciertamente, un inmenso desafío, pero también una enorme oportunidad para que la Iglesia devele, con inteligencia y caridad, la fecundidad humanizante que la fe cristiana puede ofrecer a estos diversos “estilos de vida”.

No es posible ni conveniente apuntar ahora los desafíos particulares que plantean cada uno de estos ámbitos culturales, pero no podría concluir estas reflexiones sin destacar, en la línea de las conclusiones de las últimas Conferencias Generales del Episcopado latinoamericano, que, en esta perspectiva de diálogo con las culturas, la cuestión de los valores resulta fundamental[91].

En cuanto núcleo del ethos de la cultura, los valores son los bienes en cuanto experimentados existencialmente, o, para decirlo con Von Hildebrand, la conciencia acerca de la “importancia” de lo bueno[92], esto es, la resonancia existencial que lo bueno suscita en la interioridad del ser humano. En esa línea, el diálogo de la Iglesia con las diversas esferas culturales anteriormente referidas supone el descubrimiento de aquello que cada una de ellas se plantea como particularmente valioso, como “importante”, y desde ahí, proponer, en dinámica de honda connaturalidad, aquel Valor —parafraseando a San Anselmo— más allá del cual no hay valor mayor.

La evangelización de la cultura —decía Puebla— «busca alcanzar la raíz de la cultura, la zona de sus valores fundamentales, suscitando una conversión que pueda ser base y garantía de la transformación de las estructuras y del ambiente social»[93]. Se tiene ahí una dinámica sugerente de un modo de encuentro dialogal con las culturas que, atendiendo particularmente a los valores, no se queda en el mero encuentro sino que es capaz de fecundar las culturas debido al carácter esencialmente cautivante, valioso, del Evangelio.

 En ese sentido, la auténtica “evangelización de la cultura” no puede ser vista nunca como una imposición, ni me parece que deba ser planteada como una etapa distinta o posterior al diálogo o a la inculturación[94]. La evangelización es simplemente el modo natural como la presencia de la Iglesia se da en medio de las culturas, del mismo modo como Jesús no separaba su encarnación en las costumbres de su tiempo, y menos aún el diálogo con sus contemporáneos, de aquel testimonio del Padre que su sola presencia anunciaba. En esa línea, habría que recordar, una vez más, que el modelo del diálogo entre la Iglesia y las culturas lo ofrece el mismo Jesucristo a través de los diversos modos de diálogo que ensayó y, sobre todo, mediante las preguntas que planteó acerca del misterio profundo del ser humano y también mediante las preguntas que dejó que le plantearan sus interlocutores al vislumbrar que tenían ante sí al Hombre[95].

Como reflexión final, resulta edificante citar una bella formulación mariológica que, en mi opinión, constituye una elocuente expresión, precisamente, del modo como la Iglesia en América Latina percibe el diálogo fecundo entre la fe y la cultura. Se trata de la formulación que hicieron nuestros obispos latinoamericanos en Santo Domingo y que destaca, que, desde una perspectiva evangelizadora, la dinámica del diálogo, a partir de un diálogo primero con Dios, se vive desde una cultura, pero, por dialogal y progresiva acogida del Dios que renueva, se torna capaz de desplegarse y encontrarse con otras culturas para fecundarlas desde la fe recibida por gratuidad divina. Este testimonio dialogal, encarnado, en primera persona, es aquel que los discípulos de Cristo tendríamos que ofrecer, presididos por aquella que supo acoger, en su cultura, y anunciar, a todas las culturas, la radical novedad del Dios hecho hombre para que los hombres y pueblos, en Él, tengamos vida: «María, que es modelo de la Iglesia —decían nuestros obispos— también es modelo de la Evangelización de la Cultura. Es la mujer judía que representa el pueblo de la Antigua Alianza con toda su realidad cultural. Pero se abre a la novedad del Evangelio y está presente en nuestras tierras como Madre común tanto de los aborígenes como de los que han llegado, propiciando desde el principio la nueva síntesis cultural que es América Latina y el Caribe»[96].

[1] S. S. Pablo VI. Evangelii nuntiandi, n. 20.

[2] S. S. Juan Pablo II. Carta autógrafa de fundación del Consejo Pontificio de la Cultura, 20/05/1982.

[3] Ver Joseph Ratzinger, «Cristo, fe y el desafío de las culturas», conferencia dirigida a los Presidentes de las Conferencias Episcopales de Asia, Hong Kong, 02/03/1993.

[4] Ver S. S. Benedicto XVI. Caritas in veritate, n. 42.

[5] S. S. Benedicto XVI. Discurso en la apertura de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Aparecida, 13/05/2007.

[6] S. S. Benedicto XVI. Discurso a la comunidad de Villa Nazaret con ocasión del sexagésimo aniversario de su fundación, 11/11/2006.

[7] Ver S. S. Benedicto XVI. Deus caritas est, n. 6; Caritas in veritate, n. 55.

[8] S. S. Benedicto XVI. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 08/12/2006, n. 11.

[9] S. S. Benedicto XVI. Caritas in veritate, n. 26.

[10] Loc. cit.

[11] Ibid., n. 59.

[12] Ver S. S. Juan Pablo II. Sollicitudo rei socialis, n. 28.

[13] S. S. Benedicto XVI. Caritas in veritate, n. 59.

[14] S. S. Benedicto XVI. Discurso a un grupo de profesores de religión en escuelas italianas, 25/04/2009.

[15] Juan Pablo II enfatizaba esta misma perspectiva en su encíclica Fides et ratio: « Cada hombre está inmerso en una cultura, de ella depende y sobre ella influye. Él es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que pertenece» (S. S. Juan Pablo II. Fides et ratio, n. 71).

[16] S. S. Benedicto XVI. Discurso en el Encuentro con las Organizaciones para el Diálogo Interreligioso, Jerusalén, 11/05/2009.

[17] Loc. cit.

[18] Loc. cit.

[19] S. S. Benedicto XVI. Caritas in veritate, n. 4.

[20] S. S. Benedicto XVI. Discurso en la Universidad de Ratisbona, 12/09/2006.

[21] Loc. cit.

[22] S. S. Benedicto XVI. Spe salvi, n. 23.

[23] En la encíclica Deus caritas est se encuentra aquel párrafo que condensa el sentido inédito y real del encuentro con Dios que es lo más propio de la fe cristiana: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (S. S. Benedicto XVI. Deus caritas est, n. 1).

[24] S. S. Benedicto XVI. Discurso en el encuentro con el mundo de la cultura en el College des Bernardins, París, 12/09/2008.

[25] S. S. Benedicto XVI. Discurso en la visita al Capitolio, Roma, 09/03/2009.

[26] S. S. Benedicto XVI. Discurso ante el nuevo embajador de la República Federal de Alemania en la presentación de sus cartas credenciales, 28/09/2006.

[27] S. S. Benedicto XVI. Discurso a la Curia Romana, 22/12/2005.

[28] Loc. cit.

[29] S. S. Benedicto XVI. Discurso en el IV Congreso Eclesial Nacional italiano, Verona, 19/10/2006.       

[30] Ver S.S. Benedicto XVI. Discurso en la Universidad de Ratisbona, 12/09/2006.

[31] S. S. Benedicto XVI. Discurso en el IV Congreso Eclesial Nacional italiano, Verona, 19/10/2006.

[32] S. S. Benedicto XVI. Discurso en la apertura de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Aparecida, 13/05/2007.

[33] Ver Gaudium et spes, 1.

[34] Ver Medellín, 16, 22.

[35] Gaudium et spes, 92.

[36] Ver Medellín, Introducción a las conclusiones, 4, 6 ; Medellín, Conclusiones, 1,13; 2,1; 2, 14; 11, 18, etc.

[37] Medellín, Mensaje a los pueblos de América, 1.

[38] Ver Ibid. , 3, 18.

[39] Ver Ibid., 4, 6.

[40] Ver Ibid., 16,21.

[41] Ver Puebla, 385ss.

[42] Ibid., 397.

[43]Ibid., 401.

[44] Ibid., 404.

[45] Ibid., 406-407.

[46] Ibid., 439.

[47] Ibid., 458.

[48] Ibid., 400.

[49] Ibid., 396.

[50] Ver Ibid., 445.

[51] Ver Ibid., 389.

[52] Ibid., 457. Las itálicas son mías.

[53] Ibid., 1092. Las itálicas son mías.

[54] Ibid., 1240. Las itálicas son mías.

[55] Ibid., 1097. Las itálicas son mías.

[56] Ibid., 1114. Las itálicas son mías.

[57] Ver Santo Domingo, 129ss.

[58] Ibid., 23.

[59] S.S. Juan Pablo II, Alocución al CELAM, Puerto Príncipe, Haití, 9/3/1983, III.

[60] Santo Domingo, 22. Las itálicas son mías.

[61] Ver Ibid., 228.

[62] Loc. cit.

[63] Loc. cit.

[64] Ver Ibid., 230.

[65] Ver Ibid., 248.

[66] Ibid., 229.

[67] Ibid., 254. Las itálicas son mías.

[68] Ver Ibid., 137. Las itálicas son mías.

[69] Ver Ibid., 138.

[70] Ver Aparecida 34, ss.

[71] Ver Ibid., 235-239.

[72] Ver Alfredo García Quesada, La cultura de hoy y la reconciliación, en: Revista VE, n. 74 (2009), pp. 11-30.

[73] Ibid., 36.

[74] S.S. Juan Pablo II, Fides et ratio, 90.

[75] Aparecida, 42.

[76] Ibid., 38-39 . 41.

[77] Ver Ibid., 95 . 97.

[78] Ver Ibid., 123 . 124.

[79] Ver Ibid., 237-239.

[80] Ver Ibid., 39.

[81] Ver Ibid., 37.

[82] Ver Ibid., 283, 344 . 368.

[83] Ibid., 498.

[84] Pablo VI, Discurso en la Asamblea General de las Naciones Unidas, 4/10/1965.

[85] S.S. Juan Pablo II, Discurso a la UNESCO, 02/06/1980, 6.

[86] Desde la relectura pragmatista que Rorty hace de la hermenéutica, ese sería el tipo diálogo que le restaría a la filosofía, cuanto más a las culturas (Ver Richard Rorty, A filosofia e o espelho da natureza, Relume Dumará, Río de Janeiro 1994, pp. 366ss.)

[87] Al respecto el Cardenal Poupard observaba en la conferencia inaugural del II Encuentro de miembros y consultores del Consejo Pontificio de la Cultura y Presidentes de las Comisiones de Cultura de las Conferencias Episcopales de América que se realizó en Río de Janeiro del 7 al 12 de junio de 2005: «¿Qué cosa puede ser semejante entre un quechua ecuatoriano, un afroamericano del choco colombiano, un acadiense de New Brunswick, un peruano mestizo, un brasileño de origen alemán, un campesino de Pennsylvania, un cubano de origen español o un jamaicano? Todos se enfrentan a la cuestión: por qué y para qué vivir. Con situaciones y fenómenos diversos, pero todos, con hambre o abundancia, reflejan en su cultura, conscientes o no, la respuesta al enigma de la vida» (Desafíos culturales hodiernos y el nuevo dinamismo de la pastoral de la cultura en América, en La pastoral de la cultura en América. Una mirada al alba del tercer milenio, CELAM-Consejo Pontificio de la Cultura, Bogotá 2006, p.29).

[88] Javier Prades observa la necesidad de diferenciar entre “multiculturalidad”, como el simple hecho de la presencia simultánea de varias culturas en una misma sociedad, y “multiculturalismo”, como programa ideológico y político que no se limita al registro de este hecho sino que lo categoriza según diversos paradigmas de pensamiento y acción (Ver Javier Prades, El hombre entre la etnia y el cosmopolitismo. Fundamentos antropológicos y teológicos para el debate sobre la multiculturalidad, en Communio, n. 24 (2002), pp. 113-138.

[89] Robert Spaemann, Ética: cuestiones fundamentales, Eunsa, Pamplona 1993, p. 30.

[90] Ver Max Scheler, Sociología del saber, Siglo XX, Buenos Aires 1973, p. 21, y también Ética. Nuevo ensayo de fundamentación de un personalismo ético, Revista de Occidente, Madrid 1941, vol. 2, p. 83.

[91] Ver Puebla, 386ss y Santo Domingo, 229ss.

[92] Ver Dietrich Von Hildebrand, Ética, Ediciones Encuentro, Madrid 1983, pp. 33ss.

[93] Puebla, 388. Se puede encontrar un sugerente análisis de las implicancias de este texto de Puebla en Gerardo Remolina, Evangelización y cultura. Primera perspectiva, en Methol Ferré-Remolina, Puebla, evangelización y cultura. Dos perspectivas, CELAM, Bogotá 1980, pp. 20ss.

[94] Ver Alfredo García Quesada, Cultura cristiana, en Revista Vida y Espiritualidad, año 8, n. 22 (1992), pp. 89-106.

[95] Un interesante análisis comparativo que resalta el modo de diálogo de Jesús con respecto a aquel de Abraham, Sócrates y Pilatos, fue ofrecida por Vittorio Possenti en su Intervención en la presentación de la encíclica “Fides et ratio” en la Basílica de San Juan de Letrán, 17/11/1998.

[96] Santo Domingo, 229.